Por
debajo de las apariencias, me he dado cuenta de que los habituales de una
cafetería, los que sólo nos conocemos de vista, sostenemos todo un entramado de
complejas relaciones. Yo creo que nos vigilamos, que desde la distancia
intentamos adivinar vidas y milagros, los años que han cumplido los demás
debajo de sus caras y pantalones, si uno ha renovado determinado jerséi o tal
bolso de una conocida marca. Se atiende mecánicamente al televisor un momento,
pero se regresa enseguida al espejo panorámico del bar para buscar el horizonte
de unas piernas conocidas, el farallón tempranero de una persona que cae algo
antipática porque parece un inspector de enseñanza, la proa magnífica de una
señorita que toma siempre un té con tostadas y aceite. Comprobamos también el
grado de relación que mantiene el camarero con determinados clientes, relación
privilegiada, risas y complicidades.
Recuerdo
cuánto me extrañaba un individuo que tenía un aspecto raro, entre conejo y
comadreja, algo enfermizo, recogido sobre sí mismo. Su miopía extrema y su cara
escurrida, a medio afeitar, le daban un aire entre vicioso y funcionarial. Su
aspecto, en general, me recordaba a un personaje dickensiano, de viejo
prematuro y avaro, ratonil, como si la copaza de coñac que se tomaba, siempre a
tempranísima hora y a sorbos cortos, lo hiciera a escondidas de alguien, acaso
de sí mismo. Sus ojillos, con cada sorbo más inquietos y recelosos, se movían
de aquí para allá como atisbando cualquier inminente catástrofe.
Dejé de verlo (a él y a la cartera
rectangular, con asas, que llevaba cada mañana bajo el brazo) durante una larga
temporada. Tiempo después lo encontré en otro bar del barrio, con la misma
representación de siempre, para tomarse su copita mañanera. Un día apareció a
buscarlo una joven que le cuchicheaba algo y que parecía querer convencerlo.
Como mi personaje dijese que no (de una manera obsesiva, infatigable), la
muchacha insistía y hasta le estiraba de la manga de la chaqueta sin ningún
éxito. No sé en qué quedarían, para mí que ella hacía el papel de mujer desesperada
que ve cómo su marido se destruye y a ella le queda un futuro de viuda con dos
otres hijos que sacar adelante.
Si aquí, en efecto, todos tenemos
nuestro papel, yo debo de pertenecer a la pandilla de los acechadores del
diario. En realidad, me considero uno de los activistas más experimentados en
este terreno y, por cierto, de los más intrigantes de dicha cofradía. Si no me
olvido de nadie, actualmente somos tres los miembros más antiguos y conspicuos;
aunque, en realidad, somos cuatro en total, porque uno de ellos lleva a su
novia, que no tiene ni idea de lo que se cuece a sus espaldas.
Los acechadores del diario nos
caracterizamos por pertenecer a un grupo de lo más radical. Somos
individualistas, desconfiados y en ocasiones podemos llegar a ser violentos si
consideramos que alguien está usurpando nuestros antiguos derechos de lectores
de diarios.
Durante días soporté la humillante
derrota que me infligía uno de estos ojeadores, precisamente aquél que suele
aparecer con su novia antes de las nueve y cuarto, hora en que yo bajo
puntualmente a tomar mi café corto. Su aspecto es como de árabe, aunque no lo
sea, uno de esos árabes de película antigua, con su cimitarra en situación de
avanzar, su caftán y su turbante. Pareciera que en cualquier momento sus ojos
hinchados y su boca ladina fuesen a anunciar la Reconquista del Reino, alzado
sobre el caballo pura sangre que seguramente le espera cada mañana en la
puerta. La novia, sin embargo, parece una muchachita frágil, aunque con
carácter, y alguna vez discuten y entonces él saca, no sé de dónde, una vocecilla
ridícula que querría desmentir su jeta de jeque. Estoy convencido de que ambos somos
conscientes de nuestra mutua enemistad. Antes de que comenzara esta guerra
sorda, mi igual leía con interés el diario (como lector profundo, minucioso),
pero desde el momento en que entré yo en juego reclamando mi derecho a ojear el
diario y se viera él destronado de sus privilegios, comenzó morbosamente a
retenerlo de una manera desvergonzada: hacía como si sólo quisiera echarle una
ojeada, saltando páginas y secciones enteras PERO sin soltarlo nunca. Con semejante
gesto, desde luego, me di cuenta de que habían comenzado las hostilidades entre
nosotros.
Desde entonces cada vez que me
anticipo a él, lo cual sucede –dicho sea en honor mío- bastante a menudo, su forma de despreciarme va
siendo más refinada, copiándome incluso algún truco sin el más mínimos pudor,
como el de mirar de cuando en cuando el reloj para simular que se tiene prisa y
crear a propósito una falsa expectativa que se vea enseguida defraudada. Pero
como un truco supera a otro y un pillo a otro pillo, desde hace no mucho
practico una villanía digna del auténtico doctor en la materia que me he
convertido. Ahora empleo una estrategia que yo llamaría "de
intensificación". Caí en la cuenta de que en nuestras batallas estábamos
dejando de lado algunas armas letales, por ejemplo, el café con leche y el
cruasán en mi caso o el cortadito descafeinado –de máquina- en el suyo. Teniendo
presentes estos elementos que han pasado a ser circunstanciales (mi presencia
en el bar sólo se justifica por ganarle al otro la partida), he logrado algunos
triunfos. Combino, por ejemplo, la lectura minuciosa del diario con repetidos
intentos (que quedan, claro, inmediatamente abortados) de verter el azúcar desde
su sobrecillo a la taza. Ello produce la descorazonadora impresión de que estoy
muy concentrado en la lectura y así se obtiene un deseado efecto bastante
contundente: "aquel desgraciado no tiene hoy ninguna prisa", debe de
pensar el otro. Dejo al lector que imagine las posibilidades que me ofrecen
cucharilla, tenedor y cuchillo (desgraciadamente, ya no se puede fumar en los
bares), recursos que empleo según vaya
aumentando o no el grado de impaciencia de mi rival. Y si el día se me da bien
y estoy animado, voy de página en página hasta el pronóstico del tiempo y
consulto incluso el horóscopo del día. A continuación la faena se remata dando
un golpe mortal: sigo un rato pasando las páginas en orden inverso –incluso
pasándolas con dificultad, como si por alguna rara causa hubiesen quedado
pegadas- hasta llegar de nuevo a la primera, donde, como en una plaza al sol,
parece que fuera a detenerme toda la eternidad.
Espero que estas notas no caigan en
manos de mi atribulado compañero, porque no me copie de nuevo el truco, aunque
me imagino que andará entretenido por ahí montando en su corcel y
cortando cabezas por mi culpa.