viernes, 27 de junio de 2014

Luis Cernuda






Luis Cernuda. Donde habite el olvido (1932-1933)


























DONDE HABITE EL OLVIDO




Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.










miércoles, 25 de junio de 2014

Paseos nocturnos, II





Los insectos nocturnos, definitivamente, tienen algo de siniestro, yo no sé por qué; viven en su mundo a oscuras, escondidos, como si qusieran ocultar algo, como si hubiesen sido castigados y degradados, expulsados de algún ideal paraíso de insectos por haber cometido alguna tropelía sin nombre; viven agobiados, recordando su condición de fogoneros, desconfían de todo y todos; muchos de ellos se desplazan entre babas y la mayoría, aunque simulan ser inofensivos hervíboros, en realidad se alimentan de carroña.
En contraste con estos insectos nocturnos  y para alegrarme la vista, vino por aquí anoche un orondo escarabajo, con un gran cuerno delantero que le hacía parecer un rinoceronte en miniatura. Los escarabajos son tipos simpáticos, que despliegan a su paso una gran humanidad. No he visto bicho más confianzudo ni más satisfecho consigo mismo que el humilde escarabajo que sólo le pide a la vida un poco de tranquilidad, no apurarse, porque, en el fondo, con tan poca voluntad como demuestran tener, ellos no pretenden nada sino seguir el camino que le han trazado por nacimiento. Desde luego, tienen pocas luces y su aspecto bobalicón los hace catedráticos de la indiferencia.
La figura que componía el escarabajo en el patio era más bien risible. El animal avanzaba al paso de una vieja gorda y reumática, moviendo apenas sus patas, como si le circulara mal la sangre. Avanzaba con tal lentitud que prácticamente estaba parado, recluido en una especie de falta de decisión para dirigirse a ningún sitio o como si hubiese errado el camino hacia el cementerio de escarabajos y no supiera qué hacer entonces. Yo creo que avanzaba sólo mentalmente, caminando por algún sendero que nada más existía en su imaginación.
Por desgracia, este ensimismamiento debió de ser fatal para él, pues esta mañana me he encontrado al dignísimo coleóptero no mucho más allá de un metro de donde lo había dejado, definitivamente quieto, aunque, paradójicamente lleno de vida: un ejército de hormigas (de las que había numeroso almacén en su interior) se lo llevaban a pedazos, sin mucha delicadeza; me pareció entender que, incluso, con una cierta desgana.



viernes, 20 de junio de 2014

En el bar








Por debajo de las apariencias, me he dado cuenta de que los habituales de una cafetería, los que sólo nos conocemos de vista, sostenemos todo un entramado de complejas relaciones. Yo creo que nos vigilamos, que desde la distancia intentamos adivinar vidas y milagros, los años que han cumplido los demás debajo de sus caras y pantalones, si uno ha renovado determinado jerséi o tal bolso de una conocida marca. Se atiende mecánicamente al televisor un momento, pero se regresa enseguida al espejo panorámico del bar para buscar el horizonte de unas piernas conocidas, el farallón tempranero de una persona que cae algo antipática porque parece un inspector de enseñanza, la proa magnífica de una señorita que toma siempre un té con tostadas y aceite. Comprobamos también el grado de relación que mantiene el camarero con determinados clientes, relación privilegiada, risas y complicidades.
Recuerdo cuánto me extrañaba un individuo que tenía un aspecto raro, entre conejo y comadreja, algo enfermizo, recogido sobre sí mismo. Su miopía extrema y su cara escurrida, a medio afeitar, le daban un aire entre vicioso y funcionarial. Su aspecto, en general, me recordaba a un personaje dickensiano, de viejo prematuro y avaro, ratonil, como si la copaza de coñac que se tomaba, siempre a tempranísima hora y a sorbos cortos, lo hiciera a escondidas de alguien, acaso de sí mismo. Sus ojillos, con cada sorbo más inquietos y recelosos, se movían de aquí para allá como atisbando cualquier inminente catástrofe.
            Dejé de verlo (a él y a la cartera rectangular, con asas, que llevaba cada mañana bajo el brazo) durante una larga temporada. Tiempo después lo encontré en otro bar del barrio, con la misma representación de siempre, para tomarse su copita mañanera. Un día apareció a buscarlo una joven que le cuchicheaba algo y que parecía querer convencerlo. Como mi personaje dijese que no (de una manera obsesiva, infatigable), la muchacha insistía y hasta le estiraba de la manga de la chaqueta sin ningún éxito. No sé en qué quedarían, para mí que ella hacía el papel de mujer desesperada que ve cómo su marido se destruye y a ella le queda un futuro de viuda con dos otres hijos que sacar adelante.
            Si aquí, en efecto, todos tenemos nuestro papel, yo debo de pertenecer a la pandilla de los acechadores del diario. En realidad, me considero uno de los activistas más experimentados en este terreno y, por cierto, de los más intrigantes de dicha cofradía. Si no me olvido de nadie, actualmente somos tres los miembros más antiguos y conspicuos; aunque, en realidad, somos cuatro en total, porque uno de ellos lleva a su novia, que no tiene ni idea de lo que se cuece a sus espaldas.
            Los acechadores del diario nos caracterizamos por pertenecer a un grupo de lo más radical. Somos individualistas, desconfiados y en ocasiones podemos llegar a ser violentos si consideramos que alguien está usurpando nuestros antiguos derechos de lectores de diarios.
            Durante días soporté la humillante derrota que me infligía uno de estos ojeadores, precisamente aquél que suele aparecer con su novia antes de las nueve y cuarto, hora en que yo bajo puntualmente a tomar mi café corto. Su aspecto es como de árabe, aunque no lo sea, uno de esos árabes de película antigua, con su cimitarra en situación de avanzar, su caftán y su turbante. Pareciera que en cualquier momento sus ojos hinchados y su boca ladina fuesen a anunciar la Reconquista del Reino, alzado sobre el caballo pura sangre que seguramente le espera cada mañana en la puerta. La novia, sin embargo, parece una muchachita frágil, aunque con carácter, y alguna vez discuten y entonces él saca, no sé de dónde, una vocecilla ridícula que querría desmentir su jeta de jeque. Estoy convencido de que ambos somos conscientes de nuestra mutua enemistad. Antes de que comenzara esta guerra sorda, mi igual leía con interés el diario (como lector profundo, minucioso), pero desde el momento en que entré yo en juego reclamando mi derecho a ojear el diario y se viera él destronado de sus privilegios, comenzó morbosamente a retenerlo de una manera desvergonzada: hacía como si sólo quisiera echarle una ojeada, saltando páginas y secciones enteras PERO sin soltarlo nunca. Con semejante gesto, desde luego, me di cuenta de que habían comenzado las hostilidades entre nosotros.
            Desde entonces cada vez que me anticipo a él, lo cual sucede –dicho sea en honor mío-  bastante a menudo, su forma de despreciarme va siendo más refinada, copiándome incluso algún truco sin el más mínimos pudor, como el de mirar de cuando en cuando el reloj para simular que se tiene prisa y crear a propósito una falsa expectativa que se vea enseguida defraudada. Pero como un truco supera a otro y un pillo a otro pillo, desde hace no mucho practico una villanía digna del auténtico doctor en la materia que me he convertido. Ahora empleo una estrategia que yo llamaría "de intensificación". Caí en la cuenta de que en nuestras batallas estábamos dejando de lado algunas armas letales, por ejemplo, el café con leche y el cruasán en mi caso o el cortadito descafeinado –de máquina- en el suyo. Teniendo presentes estos elementos que han pasado a ser circunstanciales (mi presencia en el bar sólo se justifica por ganarle al otro la partida), he logrado algunos triunfos. Combino, por ejemplo, la lectura minuciosa del diario con repetidos intentos (que quedan, claro, inmediatamente abortados) de verter el azúcar desde su sobrecillo a la taza. Ello produce la descorazonadora impresión de que estoy muy concentrado en la lectura y así se obtiene un deseado efecto bastante contundente: "aquel desgraciado no tiene hoy ninguna prisa", debe de pensar el otro. Dejo al lector que imagine las posibilidades que me ofrecen cucharilla, tenedor y cuchillo (desgraciadamente, ya no se puede fumar en los bares), recursos que empleo  según vaya aumentando o no el grado de impaciencia de mi rival. Y si el día se me da bien y estoy animado, voy de página en página hasta el pronóstico del tiempo y consulto incluso el horóscopo del día. A continuación la faena se remata dando un golpe mortal: sigo un rato pasando las páginas en orden inverso –incluso pasándolas con dificultad, como si por alguna rara causa hubiesen quedado pegadas- hasta llegar de nuevo a la primera, donde, como en una plaza al sol, parece que fuera a detenerme toda la eternidad.
            Espero que estas notas no caigan en manos de mi atribulado compañero, porque no me copie de nuevo el truco, aunque me imagino que andará entretenido por ahí montando en su corcel y cortando cabezas por mi culpa.