domingo, 26 de octubre de 2014

Walseriana

Ocho de la tarde. Con el cambio de hora el día se alarga. Cojo al azar un libro de relatos de Walser, donde aparece uno titulado “El parque”. Después de unas líneas que el escritor dedica a su paseo, dice:



“Un parque semejante es como una habitación espaciosa, tranquila, apartada. Por lo demás, en un parque siempre es realmente domingo, pues la atmósfera es siempre un poquitín melancólica, y lo melancólico evoca vivamente el hogar; en realidad, domingos sólo hemos tenido en casa, donde fuimos niños. Los domingos tienen algo indefiniblemente paterno-infantil.”


Con esto declaro que Robert Walser es uno de mis autores predilectos y también que hoy es domingo.



jueves, 23 de octubre de 2014

Carlos Sahagún













Ruiseñor



Ven otra vez a consolarme,
ruiseñor que sabes medir
la angustia del tiempo, su mínima
luz dorada, su inconsistencia.
Aunque tengas delante el límite
de la noche, aunque surjan sombras
alrededor de tu garganta,
devuélveme el espacio invicto
lanzando al cielo del ocaso
tu trino cálido, lo inerme
de la memoria, el fulgor último
con que prolongas el milagro.
Ruiseñor que al cantar propagas
la eternidad del goce efímero,
dime el secreto de los vientos
que vienen de la infancia, acerca
tu insistencia en la luz velada
a este horizonte desvalido,
pon entre tanta pesadumbre
la obstinación de tus violines
y, cruzando bosques y muros,
ven otra vez desde el olvido
a consolarme, a lastimarme.






viernes, 17 de octubre de 2014

Mudanzas, III






Me molesta percibir el peso de este lugar semivacío. Apenas hay ya algunos muebles que pueda reconocer de cuando vivía aquí. Los que alquilaron el piso trajeron los suyos y se deshicieron de los muebles familiares, todo tiene el aire de algo incompleto y provisional, desordenado.
Voy por la casa, olfateándolo todo como un lebrel. Como uno de esos perros adiestrados que rastrean un posible resto de vida entre los escombros de un edificio.
Compruebo el deterioro de las puertas y los desconchados de las paredes, a pesar de que las han pintado y repintado muchas veces con colores chillones y vulgares. También lo han llenado todo de cables, que van rodeando la vivienda y se cuelan en cada habitación. Ni siquiera se han preocupado de ajustarlos a las paredes, de manera que cuelgan con sus barrigas por todas partes. Seguramente los utilizasen para colgar guirnaldas y adornos típicos de sus países en las fiestas que celebraban aquí los fines de semana. Sin mucha delicadeza, incluso con rabia, he ido arrancando todos y cada uno de los cables.
En mi antiguo dormitorio reconozco el blanco de los techos, las suaves volutas del artesonado, los defectos casi invisibles de las líneas rectas. La carcoma ha seguido su silenciosa profanación en la misma silla donde yo me sentaba; en lo alto de los armarios aparecen también los montoncitos de serrín que indican la entrada a algún laberinto. Hace años tenía la distracción de acercar el oído a los muebles, me imaginaba que, como el gusano de seda, la carcoma iría comiendo disciplinadamente el pedazo de madera que le hubiera tocado en suerte.
Cuando regreso al balcón, me doy cuenta de cuánto ha cambiado esta calle. Predomina, por lo que veo, un cierto ambiente nocturno de fiesta, a pesar de que es tan tarde. Abundan las parejas de chicos jóvenes (y no tan jóvenes) que pasan riéndose de todo. Muchos de los que vienen al barrio, incluso algunos vecinos, lo hacen usando las bicicletas, que ahora son vehículos muy vanguardistas. Las dejan bien sujetas a las farolas o se mezclan entre las dos hileras de coches mal aparcados.
 A los bares de copas entran y salen grupos de universitarios que se quedan en la puerta hablando de sus cosas, cada uno carga con una inevitable mochilita en la espalda. Quizá haya tanta gente por ser fin de semana. Aparece un chaval hindú, que parece sacado de una comedia de Bollywood, con su mercancía de rosas en la mano. Viste pulcramente un traje oscuro un poco pasado de moda y un chaleco del mismo tono; lleva los cabellos perfectamente peinados, como un muñeco antiguo, gracias a la grasa con que se los unta, que reverbera un poco cuando pasa bajo un foco de luz. Tiene un caminar alegre – incluso va entonando alguna cancioncilla- entra a los bares y se supone que ofrece su producto a los cofrades y generalmente sale enseguida, por lo que me imagino que no vende mucho. A veces también se para delante del cristal de alguna puerta y se pasa revista detenidamente, muy coqueto, como queriendo confirmar lo elegantemente que va vestido y peinado. Se gusta.
En las habitaciones no corre nada de aire, aunque haya abierto todas las ventanas. En el balcón se está mejor.
Según compruebo, los más mayores de los vecinos de enfrente se han contagiado un poco de los tiempos modernos y se llevan bien con la juventud. Desde las ventanas de los primeros pisos saludan a los transeúntes que a ratos se detienen para echar una parrafada. Éstos, con sus pelos teñidos y sus tatuajes, se dirigen a los vecinos con un tono tan protector que parecen todos ecologistas. Gracias a una de estas charlas, me he enterado de que a aquella señora de allí le acaban de implantar un marcapasos y está tan contenta como si hubiera regresado ahora mismo de una excursión del Inserso a Mallorca. Se abre un poco la bata y se aúpa sobre la barandilla para enseñar el lugar preciso donde le han descolgado el artefacto, se entiende que bajo los apósitos que enseña como si de medallas ganadas a la muerte se tratase. Su hija, situada dos ventanas a su derecha, también interviene en la conferencia aportando algún detalle, aunque comprendiendo que la auténtica protagonista del caso era la madre; lo curioso es que cuando ya se había ido el paciente vecino, madre e hija han continuado hablándose de ventana a ventana, enterando a toda la calle de las fechas de revisión y entrevista con el cirujano que esperaba a la pareja en el hospital.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Mudanza, II






AL filo de la madrugada me asomo a los balcones de la habitación donde, de adolescente, pasaba las horas. La ventaja y el inconveniente de estos lugares céntricos, pero a la vez un poco apartados, es que –sobre todo si se vive en un tercero- se está mucho más pendiente de todo lo que ocurre. Se sabe la hora en que se cierra tal tienda y dónde deja aparcado el coche el dueño de la tienda, se adivina cuándo va a aparecer tal vecino por una esquina y el tiempo aproximadamente que va a tardar en encender la luz del salón, el canal de televisión que prefiere y a qué hora apagará las luces de la casa. Se descubren ciertas rutinas nuevas, como la de los sucesivos grupos de chatarreros que, industriosamente, rebuscan en los contenedores de la basura. Primero llegan los portugueses con su furgoneta y su perfecta distribución del trabajo. La mujer, de modo muy profesional, como auténtica gimnasta, mete ágilmente medio cuerpo por la boca del contenedor. Quizá se encarga de esta pirueta porque le falta una pierna y pesa menos. Su acompañante, gordo y musculoso, se centra, sobre todo en clasificar los objetos grandes que la gente ha ido abandonando durante el día al pie de la acera: restos de frigoríficos, bobinas de hilo de cobre, cadáveres de televisores y cosas así que cargan en la furgoneta antes de irse.
Al rato asoma un individuo, delgado y enfermizo, vestido con una camiseta de fútbol de la selección brasileña. Éste está especializado en cartonajes, lleva una bicicleta a la que ha añadido un carrito de la compra, vehículo que tiene gran predicamento entre los de su oficio. Su trabajo es rápido y limpio, sin alegrías, como el que está habituado a un protocolo que ha seguido durante años. Levanta los cartones, los dobla con gran habilidad de un solo golpe en el centro, los encesta. Saca de un bolsillo un paquete de tabaco y se enciende un cigarrillo. Finalmente, aparece –aunque no a diario- una mujer de edad indefinible que suele demorarse más tiempo que los anteriores: levanta la cubierta de un golpe (que, obviamente, resuena en toda la calle) y, dándose impulso, se queda balanceando, con los pies desnudos y negros de suciedad en el aire, como si el contenedor la estuviese devorando. Con una fina barrita metálica, quizá fabricada para el propósito con todo amor y esmero, rebusca y a veces pesca algo que casi siempre vuelve a arrojar adentro; si no es así, lo echa al carrito y se va. A menudo saca una colilla del bolsillo de la falda y le da dos chupadas y la tira o la apaga y vuelve a guardarla donde estaba. Por lo que se ve, la costumbre de fumar está muy arraigada en el gremio.
Mientras han ido desapareciendo los vecinos más viejos de la calle y se han cerrado los comercios que yo conocía, la gente joven ha venido a ocupar su lugar. Veo –aún asomado al balcón- que donde había una pescadería o una tienda de ultramarinos, ahora han abierto un local nocturno. Un bar que frecuentaban electricistas y albañiles ha sido sustituido por otro de exótico título, con caligrafía modernista, visitado por señoritas y alguna pareja mayor con un corte de pelo severo y militar, muy puesto al día. Son gente que cena por aquí cerca, un bocadillo o un plato de verduras, y se encuentran con algún conocido y se pasan un rato de conversación tomando el fresco de la madrugada.
Acodado en este balcón, dejando pasar el tiempo, parece que asistiera a una obra de Tenessee Williams, con su fondo de escena un poco agobiante y minucioso.