jueves, 14 de agosto de 2014

EN LA PLAYA, II





TIEMPO DE ORACIONES


Si alguna vez regresara a una espiritualidad de tipo religioso, yo creo que sería, en parte, por la influencia de algunos lugares que he visitado, monasterios, ermitas, iglesuelas de pueblo; es difícil sustraerse, por poca espiritualidad que se tenga, al recogimiento que inspiran estos lugares que quedan al margen, entre montañas o en la llanura, elementales y descuidados, en los que la sensualidad de las sombras y el tacto húmedo de la madera de los bancos te conducen mientras permaneces allá adentro. No es fácil olvidarse de la influencia claustral de estos espacios atravesados por corrientes de aire que parecen rebosar desde un tiempo muerto. No tengo la menor duda de que si me dejaran vivir una temporada larga escuchando sólo el ruido de mis pasos por esos corredores de techo bajo, dedicándome al huerto o cortando los espinos de un pequeño cementerio, podría lograr un grado de experiencia religiosa bastante aceptable, al menos durante algunos meses.
          Los lugares donde vivimos son la mitad de nuestra vida. Se comprenderá entonces que no entienda, por mucho que me esfuerce, qué clase de espiritualidad viven las gentes que esta tarde he visto en la playa, mientras dábamos un paseo.
          En lo que era una pista de tenis por las mañanas, se había congregado un buen número de personas frente a lo que llamaríamos “una iglesia de campaña”, es decir, una tienda desmontable que hacía las veces de capilla. A través de los altavoces que por la noche forman parte de una discoteca al aire libre, el cura, con calzado deportivo y pantalones de chándal asomando bajo las faldillas, anunciaba el comienzo de la Santa Misa. Como el lugar estaba rodeado de un grupo de apartamentos, algunos feligreses seguían la celebración desde los balcones, persignándose y arrodillándose. Desde luego, el asunto tenía sus ventajas. No sé si el precepto de la Misa dominical, para tener validez, exige algún ordenamiento concreto (por ejemplo, la distancia hasta el celebrante, el tipo de indumentaria, la presencia o no de algún televisor en el salón de casa, las conversaciones o no de los asistentes) o bien todo se deja al buen criterio de cada uno. Me inclino más bien a pensar que tenga que ver con el sentido común de cada uno y así esté autorizado contestar con un padrenuestro mientras se merienda una horchata o se picotea de un platito de cacahuetes, como hacían en algunos balcones, púdicamente tapados con toallas de baño y recién salidos de la ducha. Todo aquello me recordaba las terrazas de verano, adonde uno puede acudir a ver una película (el título muchas veces es lo de menos) acompañado de la familia y de unos bocadillos. La verdad es que la celebración tenía un aire familiar muy curioso. El sacerdote, con aspecto de director de sucursal bancaria, se pasaba continuamente un pañuelito por la frente para limpiarla de sudor, un grupo de niños estaba entrando y saliendo por las filas de sillas de plástico blanco pidiendo algo a sus madres, seguramente unas monedas para comprar helados o para gastarlas en los recreativos próximos, de los que salía un desagradable ruidito de máquinas electrónicas. Aunque parezca increíble, en un momento dado una pelota de tenis saltó de algún lado (no de las pistas cercanas, que estaban vacías) y cayó en el pasillo central, mientras el celebrante se arrodillaba detrás del altar. La señora de vestido rojo y de prominente pecho, que se sentaba junto a un señor bajito y como acartonado, hacía señas con los dos brazos, como en un gesto oriental de adoración, a unas jóvenes que disfrutaban del paisaje en un tercer piso, acompañadas por una canción de moda. Yo no sabía que los animales estuviesen permitidos en la iglesia, pero un perrillo de esos que van a la peluquería casi tanto como sus dueñas, ocupaba también un asiento y lo miraba todo con ojos de infinita comprensión.
          Al fin el acto concluyó, pero las gentes siguieron un rato en el mismo sitio, saludándose y quizá comentando alguna novedad de los apartamentos, como los excesivos gastos del administrador de fincas o la nueva urbanización que están levantando junto a la gasolinera. El cura, después de despedir a dos ancianitas muy bien vestidas y peinadas, se metió detrás de una cortina, que más parecía alegre bata de cola. Salió al momento, desprovisto de sus vestiduras de celebrante, con un simpático chándal de color azul y una raqueta de tenis bajo el brazo. Por los altavoces sonaba ahora una de esas canciones que amenazan las cafeterías durante las tardes de verano.

EN LA PLAYA





BAJANDO A LA PLAYA

Mañana de playa. Cuando llega la época estival, como si alguien diese la salida, la gente comienza esta especie de movimientos migratorios. Seguramente hay un sustrato común en el pensamiento de todos que, convulsivamente, les empuja a recorrer el camino inverso de la cadena evolutiva. Desde el estadio de erectus, pasan a las carreteras transformándose en alguna subespecie remota de ofidios, se acercan a la playa desnudos como batracios para deshacerse finalmente en la sopa elemental de la biología bacteriana que asoma su cabecita oteando el horizonte a su alrededor como minúsculos adminículos de una guerra sin cuartel entre virus y anticuerpos.
          Ir a la playa tiene que ver con la Estética. Cuando yo era niño creo que la gente iba a la playa más bien por una cosa de higiene (el aire libre, el agua salina, el aire cargado de yodo, los baños de sol...). Actualmente la gente se pone a tostar para que el bronceado sea apariencia y síntoma de buena salud  frente al color amarillento de quien –por economía o por falta de tiempo- regresa humillado a la oficina después de vacaciones.
Buen lugar, me digo, para la ampliación de estudios de un anatomista o un forense: aquí se puede observar de un solo vistazo y sin gran esfuerzo el sistema circulatorio de principio a fin, los efectos saludables del aire marino sobre la anciana inválida que han traído en su carrito y han dejado abandonada bajo una gorra hortera de los Kickers, de color rojo, al lado de una sombrilla. Levanto la vista y ante mí cruza un señor mayor con la enfermedad de Parkinson y una lata de Coca-Cola en la mano, agitándola como un consumado barman. Las huellas de las operaciones de apendicitis o cesáreas dejan paso amablemente a los más siniestros y barrocos tatuajes. No falta el anciano Vittorio De Sica, elegante y dandy, con su traje blanco, mundano e indiferente mientras se quita las gafas de sol.
          Estas mañanas dichosas en las que uno tiene, al menos, la fortuna de haber asistido a tales espectáculos casi gratuitamente (la vida siempre suele pasar factura por estas cosas aparentemente inocentes), uno regresa a casa con la satisfacción del deber cumplido y de poder almacenar en su álbum interno algunas bellas fotografías.