TIEMPO DE ORACIONES
Si
alguna vez regresara a una espiritualidad de tipo religioso, yo creo que sería,
en parte, por la influencia de algunos lugares que he visitado, monasterios,
ermitas, iglesuelas de pueblo; es difícil sustraerse, por poca espiritualidad
que se tenga, al recogimiento que inspiran estos lugares que quedan al margen,
entre montañas o en la llanura, elementales y descuidados, en los que la
sensualidad de las sombras y el tacto húmedo de la madera de los bancos te
conducen mientras permaneces allá adentro. No es fácil olvidarse de la
influencia claustral de estos espacios atravesados por corrientes de aire que
parecen rebosar desde un tiempo muerto. No tengo la menor duda de que si me
dejaran vivir una temporada larga escuchando sólo el ruido de mis pasos por
esos corredores de techo bajo, dedicándome al huerto o cortando los espinos de
un pequeño cementerio, podría lograr un grado de experiencia religiosa bastante
aceptable, al menos durante algunos meses.
Los lugares donde vivimos son la mitad
de nuestra vida. Se comprenderá entonces que no entienda, por mucho que me
esfuerce, qué clase de espiritualidad viven las gentes que esta tarde he visto
en la playa, mientras dábamos un paseo.
En lo que era una pista de tenis por
las mañanas, se había congregado un buen número de personas frente a lo que
llamaríamos “una iglesia de campaña”, es decir, una tienda desmontable que
hacía las veces de capilla. A través de los altavoces que por la noche forman
parte de una discoteca al aire libre, el cura, con calzado deportivo y
pantalones de chándal asomando bajo las faldillas, anunciaba el comienzo de la
Santa Misa. Como el lugar estaba rodeado de un grupo de apartamentos, algunos
feligreses seguían la celebración desde los balcones, persignándose y
arrodillándose. Desde luego, el asunto tenía sus ventajas. No sé si el precepto
de la Misa dominical, para tener validez, exige algún ordenamiento concreto
(por ejemplo, la distancia hasta el celebrante, el tipo de indumentaria, la
presencia o no de algún televisor en el salón de casa, las conversaciones o no
de los asistentes) o bien todo se deja al buen criterio de cada uno. Me inclino
más bien a pensar que tenga que ver con el sentido común de cada uno y así esté
autorizado contestar con un padrenuestro mientras se merienda una horchata o se
picotea de un platito de cacahuetes, como hacían en algunos balcones,
púdicamente tapados con toallas de baño y recién salidos de la ducha. Todo
aquello me recordaba las terrazas de verano, adonde uno puede acudir a ver una
película (el título muchas veces es lo de menos) acompañado de la familia y de
unos bocadillos. La verdad es que la celebración tenía un aire familiar muy
curioso. El sacerdote, con aspecto de director de sucursal bancaria, se pasaba
continuamente un pañuelito por la frente para limpiarla de sudor, un grupo de
niños estaba entrando y saliendo por las filas de sillas de plástico blanco
pidiendo algo a sus madres, seguramente unas monedas para comprar helados o para
gastarlas en los recreativos próximos, de los que salía un desagradable ruidito
de máquinas electrónicas. Aunque parezca increíble, en un momento dado una
pelota de tenis saltó de algún lado (no de las pistas cercanas, que estaban
vacías) y cayó en el pasillo central, mientras el celebrante se arrodillaba
detrás del altar. La señora de vestido rojo y de prominente pecho, que se
sentaba junto a un señor bajito y como acartonado, hacía señas con los dos
brazos, como en un gesto oriental de adoración, a unas jóvenes que disfrutaban
del paisaje en un tercer piso, acompañadas por una canción de moda. Yo no sabía
que los animales estuviesen permitidos en la iglesia, pero un perrillo de esos
que van a la peluquería casi tanto como sus dueñas, ocupaba también un asiento
y lo miraba todo con ojos de infinita comprensión.
Al fin el acto concluyó, pero las
gentes siguieron un rato en el mismo sitio, saludándose y quizá comentando
alguna novedad de los apartamentos, como los excesivos gastos del administrador
de fincas o la nueva urbanización que están levantando junto a la gasolinera.
El cura, después de despedir a dos ancianitas muy bien vestidas y peinadas, se
metió detrás de una cortina, que más parecía alegre bata de cola.
Salió al momento, desprovisto de sus vestiduras de celebrante, con un simpático
chándal de color azul y una raqueta de tenis bajo el brazo. Por los altavoces
sonaba ahora una de esas canciones que amenazan las cafeterías durante las
tardes de verano.