Me
molesta percibir el peso de este lugar semivacío. Apenas hay ya algunos muebles
que pueda reconocer de cuando vivía aquí. Los que alquilaron el piso trajeron
los suyos y se deshicieron de los muebles familiares, todo tiene el aire de
algo incompleto y provisional, desordenado.
Voy
por la casa, olfateándolo todo como un lebrel. Como uno de esos perros
adiestrados que rastrean un posible resto de vida entre los escombros de un
edificio.
Compruebo
el deterioro de las puertas y los desconchados de las paredes, a pesar de que
las han pintado y repintado muchas veces con colores chillones y vulgares.
También lo han llenado todo de cables, que van rodeando la vivienda y se cuelan
en cada habitación. Ni siquiera se han preocupado de ajustarlos a las paredes,
de manera que cuelgan con sus barrigas por todas partes. Seguramente los
utilizasen para colgar guirnaldas y adornos típicos de sus países en las
fiestas que celebraban aquí los fines de semana. Sin mucha delicadeza, incluso
con rabia, he ido arrancando todos y cada uno de los cables.
En
mi antiguo dormitorio reconozco el blanco de los techos, las suaves volutas del
artesonado, los defectos casi invisibles de las líneas rectas. La carcoma ha
seguido su silenciosa profanación en la misma silla donde yo me sentaba; en lo
alto de los armarios aparecen también los montoncitos de serrín que indican la
entrada a algún laberinto. Hace años tenía la distracción de acercar el oído a
los muebles, me imaginaba que, como el gusano de seda, la carcoma iría comiendo
disciplinadamente el pedazo de madera que le hubiera tocado en suerte.
Cuando
regreso al balcón, me doy cuenta de cuánto ha cambiado esta calle. Predomina,
por lo que veo, un cierto ambiente nocturno de fiesta, a pesar de que es tan
tarde. Abundan las parejas de chicos jóvenes (y no tan jóvenes) que pasan
riéndose de todo. Muchos de los que vienen al barrio, incluso algunos vecinos,
lo hacen usando las bicicletas, que ahora son vehículos muy vanguardistas. Las
dejan bien sujetas a las farolas o se mezclan entre las dos hileras de coches
mal aparcados.
A
los bares de copas entran y salen grupos de universitarios que se quedan en la
puerta hablando de sus cosas, cada uno carga con una inevitable mochilita en la
espalda. Quizá haya tanta gente por ser fin de semana. Aparece un chaval hindú,
que parece sacado de una comedia de Bollywood, con su mercancía de rosas en la
mano. Viste pulcramente un traje oscuro un poco pasado de moda y un chaleco del
mismo tono; lleva los cabellos perfectamente peinados, como un muñeco antiguo,
gracias a la grasa con que se los unta, que reverbera un poco cuando pasa bajo
un foco de luz. Tiene un caminar alegre – incluso va entonando alguna
cancioncilla- entra a los bares y se supone que ofrece su producto a los
cofrades y generalmente sale enseguida, por lo que me imagino que no vende
mucho. A veces también se para delante del cristal de alguna puerta y se pasa
revista detenidamente, muy coqueto, como queriendo confirmar lo elegantemente
que va vestido y peinado. Se gusta.
En
las habitaciones no corre nada de aire, aunque haya abierto todas las ventanas.
En el balcón se está mejor.
Según
compruebo, los más mayores de los vecinos de enfrente se han contagiado un poco
de los tiempos modernos y se llevan bien con la juventud. Desde las ventanas de
los primeros pisos saludan a los transeúntes que a ratos se detienen para echar
una parrafada. Éstos, con sus pelos teñidos y sus tatuajes, se dirigen a los
vecinos con un tono tan protector que parecen todos ecologistas. Gracias a una
de estas charlas, me he enterado de que a aquella señora de allí le acaban de
implantar un marcapasos y está tan contenta como si hubiera regresado ahora
mismo de una excursión del Inserso a Mallorca. Se abre un poco la bata y se
aúpa sobre la barandilla para enseñar el lugar preciso donde le han descolgado
el artefacto, se entiende que bajo los apósitos que enseña como si de medallas
ganadas a la muerte se tratase. Su hija, situada dos ventanas a su derecha,
también interviene en la conferencia aportando algún detalle, aunque
comprendiendo que la auténtica protagonista del caso era la madre; lo curioso
es que cuando ya se había ido el paciente vecino, madre e hija han continuado
hablándose de ventana a ventana, enterando a toda la calle de las fechas de
revisión y entrevista con el cirujano que esperaba a la pareja en el hospital.