viernes, 17 de octubre de 2014

Mudanzas, III






Me molesta percibir el peso de este lugar semivacío. Apenas hay ya algunos muebles que pueda reconocer de cuando vivía aquí. Los que alquilaron el piso trajeron los suyos y se deshicieron de los muebles familiares, todo tiene el aire de algo incompleto y provisional, desordenado.
Voy por la casa, olfateándolo todo como un lebrel. Como uno de esos perros adiestrados que rastrean un posible resto de vida entre los escombros de un edificio.
Compruebo el deterioro de las puertas y los desconchados de las paredes, a pesar de que las han pintado y repintado muchas veces con colores chillones y vulgares. También lo han llenado todo de cables, que van rodeando la vivienda y se cuelan en cada habitación. Ni siquiera se han preocupado de ajustarlos a las paredes, de manera que cuelgan con sus barrigas por todas partes. Seguramente los utilizasen para colgar guirnaldas y adornos típicos de sus países en las fiestas que celebraban aquí los fines de semana. Sin mucha delicadeza, incluso con rabia, he ido arrancando todos y cada uno de los cables.
En mi antiguo dormitorio reconozco el blanco de los techos, las suaves volutas del artesonado, los defectos casi invisibles de las líneas rectas. La carcoma ha seguido su silenciosa profanación en la misma silla donde yo me sentaba; en lo alto de los armarios aparecen también los montoncitos de serrín que indican la entrada a algún laberinto. Hace años tenía la distracción de acercar el oído a los muebles, me imaginaba que, como el gusano de seda, la carcoma iría comiendo disciplinadamente el pedazo de madera que le hubiera tocado en suerte.
Cuando regreso al balcón, me doy cuenta de cuánto ha cambiado esta calle. Predomina, por lo que veo, un cierto ambiente nocturno de fiesta, a pesar de que es tan tarde. Abundan las parejas de chicos jóvenes (y no tan jóvenes) que pasan riéndose de todo. Muchos de los que vienen al barrio, incluso algunos vecinos, lo hacen usando las bicicletas, que ahora son vehículos muy vanguardistas. Las dejan bien sujetas a las farolas o se mezclan entre las dos hileras de coches mal aparcados.
 A los bares de copas entran y salen grupos de universitarios que se quedan en la puerta hablando de sus cosas, cada uno carga con una inevitable mochilita en la espalda. Quizá haya tanta gente por ser fin de semana. Aparece un chaval hindú, que parece sacado de una comedia de Bollywood, con su mercancía de rosas en la mano. Viste pulcramente un traje oscuro un poco pasado de moda y un chaleco del mismo tono; lleva los cabellos perfectamente peinados, como un muñeco antiguo, gracias a la grasa con que se los unta, que reverbera un poco cuando pasa bajo un foco de luz. Tiene un caminar alegre – incluso va entonando alguna cancioncilla- entra a los bares y se supone que ofrece su producto a los cofrades y generalmente sale enseguida, por lo que me imagino que no vende mucho. A veces también se para delante del cristal de alguna puerta y se pasa revista detenidamente, muy coqueto, como queriendo confirmar lo elegantemente que va vestido y peinado. Se gusta.
En las habitaciones no corre nada de aire, aunque haya abierto todas las ventanas. En el balcón se está mejor.
Según compruebo, los más mayores de los vecinos de enfrente se han contagiado un poco de los tiempos modernos y se llevan bien con la juventud. Desde las ventanas de los primeros pisos saludan a los transeúntes que a ratos se detienen para echar una parrafada. Éstos, con sus pelos teñidos y sus tatuajes, se dirigen a los vecinos con un tono tan protector que parecen todos ecologistas. Gracias a una de estas charlas, me he enterado de que a aquella señora de allí le acaban de implantar un marcapasos y está tan contenta como si hubiera regresado ahora mismo de una excursión del Inserso a Mallorca. Se abre un poco la bata y se aúpa sobre la barandilla para enseñar el lugar preciso donde le han descolgado el artefacto, se entiende que bajo los apósitos que enseña como si de medallas ganadas a la muerte se tratase. Su hija, situada dos ventanas a su derecha, también interviene en la conferencia aportando algún detalle, aunque comprendiendo que la auténtica protagonista del caso era la madre; lo curioso es que cuando ya se había ido el paciente vecino, madre e hija han continuado hablándose de ventana a ventana, enterando a toda la calle de las fechas de revisión y entrevista con el cirujano que esperaba a la pareja en el hospital.