Vivir
en un tercer piso de una calle más bien estrecha, cuando hace años que uno vive
en pisos últimos, es como estar más impregnado de pronto de la existencia de la
gente. Hay un pálpito de vida, una mezcolanza de personas y acontecimientos, de
voces e imperceptibles historias cotidianas, que allá arriba no llegarían
nunca, inmerso todo en una especie de depuración de tiempo real, con la
monotonía que da contemplar siempre la misma y severa imagen. En esta calle las
distancias son más cortas y el cielo apenas se ve. Predomina una sensación de
suciedad en el ambiente que no sólo es consecuencia de ver la basura apilada
junto a los contenedores o los balcones con ropa tendida y botellas de butano.
Es percibir esa sensación de abandono que va dejando la vida, con sus fachadas
de ladrillo ennegrecido y sus nada artísticas restauraciones, que más parecen
ese exceso de maquillaje que se ponen las ancianas del Ateneo Mercantil para burlar
su verdadero rostro.
También
aquí me siento parte de ese complejo de circunstancias que van depurando los años
sin mucho objeto y sin encontrar demasiada resistencia; son seres que aparecen
y desaparecen como esas camisetas y toallas que cuelgan de los tenderetes a
secar o esas figuras que cruzan por las ventanas y cuyas vidas me esfuerzo, por
distracción, en reconstruir. Vidas que son de las que se dice que no tienen
importancia, lugares de paso, porque de ellas no dependen multitudes ni dan
origen a rumores o movimientos de opinión, ni participan en ninguna tertulia
influyente.
Casi
en la esquina de la calle hay un bajo que es una especie de club o sindicato de
mendigos sobre cuya puerta, en letras doradas, como de Navidad, se lee Levántate y anda. Es imposible atisbar
el interior, pues las ventanas están cubiertas por un plástico opaco de esos
que son adhesivos y le dan un aire de iglesia protestante. A veces, cuando
raramente se dejan la puerta abierta, se ven personas apilando cajas. A pesar de
lo cercana que está la Casa de Misericordia, no he visto entrar a nadie. Lo
atribuyo al carácter individualista del mendigo profesional, perfeccionado
durante años y años de intemperie.
Desde
la misma esquina se acerca un tipo que va paseando al perro. El perro, que va
suelto a su aire, se para en un coche y mete el hocico olisqueando; a
continuación sale por el otro extremo un gato y aquel le sigue, enrabietado,
pero cuando casi lo va a alcanzar, el gato se detiene y le planta cara;
entonces el perro también se para y después de encontrarse con los ojos del
otro, mira para otro lado, como disimulando. El dueño del perro, vestido con
pijama azul y camiseta de tirantes, ha contemplado la escena y se limita a
gritar:
- ¡Tira!
A esta hora el calor sigue siendo molesto. Por
la puerta del patio de enfrente asoma una mujer. Va acompañada de una joven que
le cuelga del brazo y que, por el modo en que se desplaza y mueve la cabeza, se
diría que padece alguna enfermedad de tipo cerebral. Caminan las dos unos pasos
y se detienen frente al contenedor de las basuras, porque algo atrae a la
señora: alguien ha abandonado en la acera un pequeño armario ropero que ella,
sin soltar a su acompañante, revisa con un cuidado de entomólogo. La pareja
coincide en ese momento con un treintañero que llega con su bicicleta y la
deja, cogida a una cadena, en la farola más próxima. La señora, que continúa
con la labor de inspección, atrae con sus palabras al ciclista, quien, por lo
visto, es uno de esos pacíficos seres que atienden bondadosamente a todo el
mundo sólo por hacerle un favor. A continuación le dice algo que no logro oír y
que, sin embargo, tiene efectos inmediatos. El ciclista coge, más bien abraza,
el armario abandonado y lo lleva con unos pasitos ridículos, como un pingüino,
hasta la entrada del patio de la señora. Espera allí a que se acerque ésta,
cargada con la joven que parece no entender nada y mueve la cabeza de un lado a
otro. Un momento después la señora abre la puerta del patio y el voluntarioso muchacho
(seguramente arrepentido ya de su tradicional carácter bondadoso) entra al
interior, amorosamente anudado aún a lo que, por el esfuerzo que hace, pudiera
ser su mismo túmulo. Después de ello, la mujer deja a la joven cogida con las
dos manos a la verja que hay junto a la puerta y desaparece detrás del forzudo.
En
los diez minutos siguientes la escena no ha variado: la chica, sujeta a la
verja y, por lo tanto, de espaldas a la acera, mueve el cuerpo de un lado a
otro como intentando explicarse qué hace allí, de pie, a esas horas de la noche
y agarrada a una barra de metal. Pasa por la calle, montada en otra bicicleta,
una chica rubia, con cara de nórdica, y vuelve la cabeza un poco sorprendida.
Poco
a poco se va haciendo más grande el silencio. Cierro finalmente la puerta del
balcón. Durante algunos minutos se escucha un fondo de voces y una música
rítmica y discotequera que proviene del interior de algún coche aparcado en
doble fila.
Después
sólo se escucha la vibración que proviene de las lámparas del alumbrado
público.