jueves, 29 de octubre de 2015

GUÍA PARA EL CONTROL DE CUCARACHAS, II







DESDE hacía muchos días, no había visto ninguna, pero no era concebible que hubiese acabado con todas, era insensato pensar que yo solo hubiese exterminado a toda la colonia de estos animales. Seguramente quedan aún algunos sueltos, perdidos, por tuberías o entre paños húmedos, en los cubos. Seguramente – pensaba yo- alguno más cobarde no haya querido dar la cara y se haya refugiado en algún rincón inaccesible esperando a que pasara todo y volvieran tiempos mejores. Ahora ya me resulta innegable que cada uno de estos bichos, considerados individualmente, debe de tener su personalidad, su estilo, por nacimiento o por adaptación al medio, como lo tienen animales no mucho más inteligentes ni más complejos que ellos (pensemos en las serpientes o en los peces de un acuario). Si observándolo todo desde un punto de vista estrictamente físico, no es desdeñable la posibilidad de que entre tantos individuos como he visto estos días haya alguno más voraz que otro, alguno más torpe de movimientos, ¿por qué no deducir que suceda lo mismo en el plano espiritual? – me preguntaba- ¿No habrá al menos uno que sea nervioso? ¿Uno que sea más asustadizo o pusilánime que el resto? ¿Por qué no puede haber, pues, uno que sea inequívocamente cobarde? Me imagino que cuando se haya dado la voz de alarma en los nidos y todos hayan salido corriendo como ratas asustadas, él se habrá quedado quieto en alguna hendidura, calculando las posibilidades de sobrevivir entre la multitud histérica y pensando si valía la pena salir por comida esta noche, dados los rumores que llegaban de lo que estaba ocurriendo allá afuera. Lo terrible, lo estremecedor –habrá pensado- no es sólo la muerte en sí, pues, a fin de cuentas, todos tenemos un tiempo limitado, así es la vida y los asuntos de este mundo traidor, lo indeseable es que, según cuentan algunas leyendas, la muerte no sea algo que se acerque tan callando a pesar de las sevicias de la vejez, o que, sin aguardarla, suceda brutalmente, como un rayo, sino que venga –habrá pensado- por lento agotamiento, provocada por algún agente externo o a consecuencia de decapitación accidental. En tal caso no quiero pensar –pensará- qué horrible sensación seguir viviendo sin cabeza –y, por lo tanto, ciega, muda y sorda- y acabar olvidada por todos debajo de un lavabo, desorientada, arrinconada, extinguiéndome por sed o falta de comida. Me pregunto –se preguntará- cómo será morirse sin cabeza, cuál de los dos partes en que habrá quedado dividido mi cuerpo entero echará más en falta a la otra, no quiero pensar –pensará de nuevo- qué enorme crisis de identidad me sobrevendrá desde ese mismo instante, pues quién seré realmente yo de las dos –digamos- partes en que me habré convertido; ¿seré hasta el día de mi fallecimiento sólo una irregular esfera y dos antenas con las que todo el mundo tropieza y de las que todo el mundo se queja en voz alta o seré un bulto perfecto con seis patas pero incapaz de percibir la realidad? Quién morirá antes, mi pequeña cabeza o su querido complemento, y en caso de que fuera este último, ¿será tan cruel la Naturaleza al permitir que una parte de mí mismo observe con total angustia como la otra va languideciendo y se van contrayendo sus extremidades hasta caer ridículamente de espaldas contra el suelo?
Si me decido a sellar con silicona o cemento las entradas y salidas a la colonia les daré, en consecuencia, un considerable golpe psicológico que no olvidarán por más que vivan. Algunas, las más intuitivas, al verse sometidas por la oscuridad completa, morirán en un primer momento debido a una impresión brutal de pánico, la mayor parte (pelotón de individuos sin ninguna inteligencia ni imaginación) se quedarán como aleladas, sin referencias (si es que alguna vez las han tenido), aguardando a que alguien pueda explicarles lo que ocurre e indicarles el camino de la salvación. Se irán formando largas colas en torno a lo que fueran salidas al exterior, si bien casi instantáneamente cundirá el desaliento, se relajarán las filas y mermarán las voluntades. Sólo cuando hayan pasado unos días sin beber ni alimentarse, empezarán a aparecer las primeras bajas. Dudo mucho que estos animales tengan, como las hormigas, sustento de reserva, de hecho su semejanza con las cigarras no es nada desdeñable. Las más susceptibles se sentirán abandonadas, deprimidas y se dejarán vencer silenciosamente por las enfermedades y la muerte. Incluso es muy probable que sean conscientes de que, dada la situación de emergencia, en pocas horas sus cuerpos serán devorados para provecho de otros cuerpos más sanos y ambiciosos, casi todos individuos resistentes y directivos de la especie colonial, cuya presencia interesada alrededor de las menesterosas fomentará (sólo mentalmente) la presunción del anunciado Apocalipsis que de manera indefectible, a través de los siglos y especialmente en los momentos de crisis, aparece cíclicamente en todas las culturas estudiadas hasta hoy, desde las más primitivas hasta las más sofisticadas. La pregunta que me hago ahora es: semejante actitud, con gran probabilidad desconocida por todos los sujetos de la tribu, ¿será capaz de originar algún conflicto inesperado entre las víctimas y los verdugos o, por el contrario, aquéllas, influidas por la autoridad, la fuerza y la propaganda de éstos, se convencerán finalmente de que su sacrificio es necesario para la supervivencia del grupo? Aunque es muy arriesgado dar una respuesta desde un punto de vista científico, me atrevería a asegurar que estos animales, después de ser engañados, optarán por engañarse a sí mismos y aceptarán una inmolación que en absoluto debe acompañar a las exigencias y servidumbres de su naturaleza. Así, de engaño en engaño y de autoengaño en autoengaño procederán a devorarse unas a otras en el plazo aproximado de un mes –periodo de tiempo en que pueden soportar la hambruna- hasta que sólo quede un ejemplar, motor primero de la Creación en términos escolásticos, del que nadie se pueda ya aprovechar, pero que asimismo, en adelante, le impedirá decir con Shakespeare: ¡Oh, vosotros, ejércitos celestiales…!, etc.
Eso por no caer en el pesimismo y pensar que el individuo en cuestión sobreviviente, pudiera ser hembra. Desconozco el grado de lascivia que puede llegar a alcanzar una cucharacha, pero sé, para mi desgracia, que sólo es preciso entre estos animales realizar una vez la cópula para quedar –digamos- embarazada la hembra durante meses y meses. Si con una vez que realicen la cópula ya quedan fecundadas ellas, es posible que la Naturaleza predisponga la circunstancia de que –digamos- con una vez ya basta, con lo que calculo que el número de machos insatisfechos sexualmente podía llegar a ser enorme y, en consecuencia, enormes también las posibilidades de fecundar a otras muchas hembras. Además, estoy casi seguro de que si no hubiera suficiente con esta circunstancia, por cierta ley de supervivencia las cucarachas hembras, conscientes de la fealdad intrínseca a todos los individuos de la especie, segregarán algún tipo de feromona, líquido o gas tremendamente embriagador para los machos, que los volverá locos de lujuria y hasta puede que genéricamente locos, desquiciados.