jueves, 14 de agosto de 2014

EN LA PLAYA





BAJANDO A LA PLAYA

Mañana de playa. Cuando llega la época estival, como si alguien diese la salida, la gente comienza esta especie de movimientos migratorios. Seguramente hay un sustrato común en el pensamiento de todos que, convulsivamente, les empuja a recorrer el camino inverso de la cadena evolutiva. Desde el estadio de erectus, pasan a las carreteras transformándose en alguna subespecie remota de ofidios, se acercan a la playa desnudos como batracios para deshacerse finalmente en la sopa elemental de la biología bacteriana que asoma su cabecita oteando el horizonte a su alrededor como minúsculos adminículos de una guerra sin cuartel entre virus y anticuerpos.
          Ir a la playa tiene que ver con la Estética. Cuando yo era niño creo que la gente iba a la playa más bien por una cosa de higiene (el aire libre, el agua salina, el aire cargado de yodo, los baños de sol...). Actualmente la gente se pone a tostar para que el bronceado sea apariencia y síntoma de buena salud  frente al color amarillento de quien –por economía o por falta de tiempo- regresa humillado a la oficina después de vacaciones.
Buen lugar, me digo, para la ampliación de estudios de un anatomista o un forense: aquí se puede observar de un solo vistazo y sin gran esfuerzo el sistema circulatorio de principio a fin, los efectos saludables del aire marino sobre la anciana inválida que han traído en su carrito y han dejado abandonada bajo una gorra hortera de los Kickers, de color rojo, al lado de una sombrilla. Levanto la vista y ante mí cruza un señor mayor con la enfermedad de Parkinson y una lata de Coca-Cola en la mano, agitándola como un consumado barman. Las huellas de las operaciones de apendicitis o cesáreas dejan paso amablemente a los más siniestros y barrocos tatuajes. No falta el anciano Vittorio De Sica, elegante y dandy, con su traje blanco, mundano e indiferente mientras se quita las gafas de sol.
          Estas mañanas dichosas en las que uno tiene, al menos, la fortuna de haber asistido a tales espectáculos casi gratuitamente (la vida siempre suele pasar factura por estas cosas aparentemente inocentes), uno regresa a casa con la satisfacción del deber cumplido y de poder almacenar en su álbum interno algunas bellas fotografías.

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