miércoles, 20 de agosto de 2014

LA ROMERÍA. CUADRO DE COSTUMBRES. I



 



     A mitad de agosto se celebraba aquí arriba la festividad del santo, un señor de Montpellier, heredero de una gran fortuna, que, como es frecuente en las vidas de santos, dejó sus riquezas a los pobres y se dedicó a la curación de gentes apestadas. El toque de ternura lo da, siguiendo los relatos de santos con animales, un perrillo faldero de nombre desconocido, que le traía mendrugos de pan cuando finalmente el beato enfermero se contagió de la peste. También se dice, según otras versiones, que el bueno del perrillo, además de alimentar frugalmente al santo, tenía el gusto de lamerle las heridas para sanárselas. Sin embargo, como compensación por tan meritorio trabajo, el vulgo, según suele hacer, sólo lo ha recordado a través de canciones manifiestamente crueles y radicalmente absurdas:



El perro de San Roque
 No tiene rabo,
Porque un ladroncillo
Se lo ha robado.
El perro de San Roque
No tiene cola,
Porque se la ha comido
La caracola.
El carro de mi tía
No hay quién lo mueva,
Porque le han robado
Las cuatro ruedas.



      La tradición es que el santo pase las humedades y los rigores del invierno encerrado en esta fea ermita, sin otra compañía que la que le proporciona su intemporal mascota. También decir que a veces se ha colado algún que otro murciélago, perdido y holgazán a la hora de retirarse, que no ha encontrado mejor acomodo.
     Antes que ésta, había en el mismo lugar una ermita de finales del siglo XIX, encaladas las paredes y elegante en su simplicidad, con su espadaña y sus dos campanitas y su cubierta de teja árabe. No sé por qué la echarían abajo. Para mí que el patrón del pueblo estaría más a sus anchas en la antigua; la de hoy parece la entrada de una estación de autobuses o de un centro comercial con muchos cines. He oído que hubo un desacuerdo entre el arquitecto y el maestro de obras y que los albañiles no sabían qué partido tomar. Finalmente hicieron lo que les apeteció, según el presupuesto y su propio gusto, un monumento muy artístico y moderno. También me han dicho que el arquitecto, al ver el resultado, se rasgó las vestiduras y juró que nunca más pisaría aquellas tierras.
     De este edificio se llevan al santo unos días antes de la celebración, de caserío en caserío, como para indemnizarlo por haberlo tenido dejado de la mano de Dios. En cada uno de los caseríos le sale a buscar toda una corte de fieles y lo limpian y sacan brillo al bastón de peregrino y a las barbas. Lo pasean por las calles a golpe de campana y se le hacen reverencias y carantoñas sin fin, con la esperanza seguramente de que sea su protector en exclusiva, a tiempo completo. La víspera de la fiesta grande lo vuelven a subir para encerrarlo, sin ninguna ceremonia y a escondidas, como si estuviesen avergonzados de lo que van a hacer. Del modo más cruel, sin avisar, lo regresan a las profundidades de la ermita, que es como decirle: ya te ha dado el aire un poco, no te vas a pasar la vida de juerga, de plaza en plaza y de casa en casa; recuerda quién eres y de dónde vienes. Pero al día siguiente, casi por sorpresa, lo vuelvan a recoger y lo pasean en volandas por toda la carretera, riendo y saltando, como si el encierro de la noche anterior hubiera sido cosa de una broma pesada que le hacían.
     Es tanto el ajetreo que lleva el pobre santo en tan pocos días, que cuando lo dejan otra vez encerrado para pasar el invierno, yo creo que, más que nada, lo agradece, de lo cansado que está por la falta de costumbre.




    

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