miércoles, 15 de octubre de 2014

Mudanza, II






AL filo de la madrugada me asomo a los balcones de la habitación donde, de adolescente, pasaba las horas. La ventaja y el inconveniente de estos lugares céntricos, pero a la vez un poco apartados, es que –sobre todo si se vive en un tercero- se está mucho más pendiente de todo lo que ocurre. Se sabe la hora en que se cierra tal tienda y dónde deja aparcado el coche el dueño de la tienda, se adivina cuándo va a aparecer tal vecino por una esquina y el tiempo aproximadamente que va a tardar en encender la luz del salón, el canal de televisión que prefiere y a qué hora apagará las luces de la casa. Se descubren ciertas rutinas nuevas, como la de los sucesivos grupos de chatarreros que, industriosamente, rebuscan en los contenedores de la basura. Primero llegan los portugueses con su furgoneta y su perfecta distribución del trabajo. La mujer, de modo muy profesional, como auténtica gimnasta, mete ágilmente medio cuerpo por la boca del contenedor. Quizá se encarga de esta pirueta porque le falta una pierna y pesa menos. Su acompañante, gordo y musculoso, se centra, sobre todo en clasificar los objetos grandes que la gente ha ido abandonando durante el día al pie de la acera: restos de frigoríficos, bobinas de hilo de cobre, cadáveres de televisores y cosas así que cargan en la furgoneta antes de irse.
Al rato asoma un individuo, delgado y enfermizo, vestido con una camiseta de fútbol de la selección brasileña. Éste está especializado en cartonajes, lleva una bicicleta a la que ha añadido un carrito de la compra, vehículo que tiene gran predicamento entre los de su oficio. Su trabajo es rápido y limpio, sin alegrías, como el que está habituado a un protocolo que ha seguido durante años. Levanta los cartones, los dobla con gran habilidad de un solo golpe en el centro, los encesta. Saca de un bolsillo un paquete de tabaco y se enciende un cigarrillo. Finalmente, aparece –aunque no a diario- una mujer de edad indefinible que suele demorarse más tiempo que los anteriores: levanta la cubierta de un golpe (que, obviamente, resuena en toda la calle) y, dándose impulso, se queda balanceando, con los pies desnudos y negros de suciedad en el aire, como si el contenedor la estuviese devorando. Con una fina barrita metálica, quizá fabricada para el propósito con todo amor y esmero, rebusca y a veces pesca algo que casi siempre vuelve a arrojar adentro; si no es así, lo echa al carrito y se va. A menudo saca una colilla del bolsillo de la falda y le da dos chupadas y la tira o la apaga y vuelve a guardarla donde estaba. Por lo que se ve, la costumbre de fumar está muy arraigada en el gremio.
Mientras han ido desapareciendo los vecinos más viejos de la calle y se han cerrado los comercios que yo conocía, la gente joven ha venido a ocupar su lugar. Veo –aún asomado al balcón- que donde había una pescadería o una tienda de ultramarinos, ahora han abierto un local nocturno. Un bar que frecuentaban electricistas y albañiles ha sido sustituido por otro de exótico título, con caligrafía modernista, visitado por señoritas y alguna pareja mayor con un corte de pelo severo y militar, muy puesto al día. Son gente que cena por aquí cerca, un bocadillo o un plato de verduras, y se encuentran con algún conocido y se pasan un rato de conversación tomando el fresco de la madrugada.
Acodado en este balcón, dejando pasar el tiempo, parece que asistiera a una obra de Tenessee Williams, con su fondo de escena un poco agobiante y minucioso.

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