Es
indudable que a estas alturas hay un tira y afloja entre la casa en sí y yo
mismo, por ver quién puede más. También es indudable que por ello me siento a
disgusto en esta casa. En realidad me siento un completo extraño; la casa está
siempre por encima de mí, me atrae sólo para destruir seguramente esa parte de
mí que ella no conoce, la parte de mí
que ha crecido sin ella. Percibo que ella no lo soporta, siento por todas partes su agresividad y
también, sin embargo, su temor a que la abandone otra vez. No me quiere
transeúnte, desea verme aquí, de un lugar a otro, languideciendo en los sofás,
contando una a una las palomas que se paran un momento en las palmeras,
atrayéndome, desgastándome, incorporándome y reduciéndome a una insignificante
parte de sus recuerdos.
Quizá
debido a lo anterior, he empezado a vaciarla, para quitarle peso y autoridad.
Haciendo equilibrios sobre una escalera, encaramado al altillo del trastero,
levanto carpetas llenas de polvo y viejos libros de contabilidad de mi padre.
Pero de pronto me paraliza la posibilidad de que este movimiento de sacar a la
luz tantos objetos antiguos, anteriores a ella misma y exclusivamente de su
propiedad, sea una treta de esta casa, un movimiento inducido por ella. Quizá
es que intenta soliviantar también mi pasado y convertirlo en fantasías, en un
archivo irrelevante de nombres.
El
catálogo de lo que por allí arriba anda disperso es inacabable. Han quedado
arrumbadas cañas de pescar que seguramente nunca pescaron nada, multitud de
cajas con anzuelos y otras con sedal, fotografías de la ciudad en los años
cuarenta y cincuenta, casi todos mis libros y cuadernos desde los siete u ocho
años, un viejo calendario zaragozano, manuales de comercio, terribles historias
de España protagonizadas por viriatos y caudillos y cientos de fragmentos de
décadas y décadas que han quedado flotando en la marea del tiempo. Entre todos
estos restos asoma un cuaderno de unas cien páginas, cuyas cubiertas se forraron
con dos capas de papel de seda marrón. Es un librito parecido en su morfología
al de algunas noveluchas que se vendían en los años veinte y trata de describir
los principios básicos de las relaciones sexuales.
El
encuentro con este manual me ha resultado tremendamente tierno, como si fuese
un amigo al que había perdido de vista hacía muchos años. Lo he abierto con
cuidado, a fin de que no se soltaran las hojas cosidas, y he recorrido, a vuelo
de pájaro, su contenido, que, como el punto de vista dominante es fisiológico,
viene ilustrado con muchas láminas y fotografías. Entre estas ilustraciones
asoma una quinceañera presentada de frente, sobre el fondo de una noble
cortina, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, como si la estuviera
fichando la policía o participase en un espectáculo de magia. También aparece
por ahí un varoncito, tomado al sesgo, con un desmesurado aparato reproductor
-una especie de carro de combate- y primeros planos de varios sexos femeninos,
que resultan un poco desagradables por su semejanza con algún tipo de garrapata
o de virus pernicioso.
Del
altillo he sacado también una cocina, a petróleo, que nos llevábamos al caserío
en verano, un quinqué y una antigua lámpara de recibidor, muy artística, con
dragones y angelotes de bronce. Después ha amanecido por allí, envuelto en
viejos papeles de periódico, el histórico brasero que nos trajimos de la
anterior vivienda, aunque ya no lo utilizáramos más.
Despreocupado
de lo que ocurra o no en la calle, esta mañana me he dedicado a limpiar
minuciosamente los rincones de la cocina, con estropajos de última generación,
cepillos comunes y productos altamente tóxicos. He metido la mano a ciegas en
laberintos donde una persona en su sano juicio no la metería nunca, ni siquiera
protegido por guantes de goma. De debajo de los fogones he extraído diversas
muestras de alimentos, dos encendedores, un bolígrafo de propaganda y
abundantes pedazos de vidrio de algún vaso roto. Con un desatascador de goma
negra me he entretenido en aligerar el desagüe de las pilas, que estaba
obstruido, y he sacado a la superficie un líquido maloliente que parecía
provenir del mismo corazón de la casa. A continuación me he dedicado a la
alacena y he retirado botellas vacías de licores, así como una de plástico, que
contenía aún medio volumen de vinagre. Al levantar el hule de los estantes, me
he encontrado con dos pequeñas cucarachas muertas.
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