AL filo de la madrugada me asomo a los balcones de la
habitación donde, de adolescente, pasaba las horas. La ventaja y el
inconveniente de estos lugares céntricos, pero a la vez un poco apartados, es
que –sobre todo si se vive en un tercero- se está mucho más pendiente de todo
lo que ocurre. Se sabe la hora en que se cierra tal tienda y dónde deja
aparcado el coche el dueño de la tienda, se adivina cuándo va a aparecer tal
vecino por una esquina y el tiempo aproximadamente que va a tardar en encender
la luz del salón, el canal de televisión que prefiere y a qué hora apagará las
luces de la casa. Se descubren ciertas rutinas nuevas, como la de los sucesivos
grupos de chatarreros que, industriosamente, rebuscan en los contenedores de la
basura. Primero llegan los portugueses con su furgoneta y su perfecta
distribución del trabajo. La mujer, de modo muy profesional, como auténtica
gimnasta, mete ágilmente medio cuerpo por la boca del contenedor. Quizá se
encarga de esta pirueta porque le falta una pierna y pesa menos. Su
acompañante, gordo y musculoso, se centra, sobre todo en clasificar los objetos
grandes que la gente ha ido abandonando durante el día al pie de la acera: restos
de frigoríficos, bobinas de hilo de cobre, cadáveres de televisores y cosas así
que cargan en la furgoneta antes de irse.
Al
rato asoma un individuo, delgado y enfermizo, vestido con una camiseta de
fútbol de la selección brasileña. Éste está especializado en cartonajes, lleva
una bicicleta a la que ha añadido un carrito de la compra, vehículo que tiene
gran predicamento entre los de su oficio. Su trabajo es rápido y limpio, sin
alegrías, como el que está habituado a un protocolo que ha seguido durante años.
Levanta los cartones, los dobla con gran habilidad de un solo golpe en el
centro, los encesta. Saca de un bolsillo un paquete de tabaco y se enciende un
cigarrillo. Finalmente, aparece –aunque no a diario- una mujer de edad
indefinible que suele demorarse más tiempo que los anteriores: levanta la
cubierta de un golpe (que, obviamente, resuena en toda la calle) y, dándose
impulso, se queda balanceando, con los pies desnudos y negros de suciedad en el
aire, como si el contenedor la estuviese devorando. Con una fina barrita
metálica, quizá fabricada para el propósito con todo amor y esmero, rebusca y a
veces pesca algo que casi siempre vuelve a arrojar adentro; si no es así, lo
echa al carrito y se va. A menudo saca una colilla del bolsillo de la falda y le
da dos chupadas y la tira o la apaga y vuelve a guardarla donde estaba. Por lo
que se ve, la costumbre de fumar está muy arraigada en el gremio.
Mientras
han ido desapareciendo los vecinos más viejos de la calle y se han cerrado los
comercios que yo conocía, la gente joven ha venido a ocupar su lugar. Veo –aún
asomado al balcón- que donde había una pescadería o una tienda de ultramarinos,
ahora han abierto un local nocturno. Un bar que frecuentaban electricistas y
albañiles ha sido sustituido por otro de exótico título, con caligrafía
modernista, visitado por señoritas y alguna pareja mayor con un corte de pelo
severo y militar, muy puesto al día. Son gente que cena por aquí cerca, un
bocadillo o un plato de verduras, y se encuentran con algún conocido y se pasan
un rato de conversación tomando el fresco de la madrugada.
Acodado
en este balcón, dejando pasar el tiempo, parece que asistiera a una obra de
Tenessee Williams, con su fondo de escena un poco agobiante y minucioso.