lunes, 11 de mayo de 2015

UNA MUDANZA LÍRICA, IX








PASAN los días y la casa, en lugar de acostumbrarse a mí, me ha ido tratando con una cierta impertinencia.
No se puede decir, sin embargo, que no me haya avisado. Ha habido advertencias que sólo un ciego no vería. Por ejemplo, la única persiana de la salita que aún subía y bajaba, ha caído de golpe, con lo cual, por un lado ya no tengo luz natural y, por otro, la ropa debe ponerse a secar en uno de esos típicos tenderetes que dejan los vecinos en sus balcones.
La segunda advertencia ha sido que el calentador eléctrico del agua, que ya tenía más de treinta años, ha dejado de funcionar, lo cual me lleva a ducharme con un complejo sistema de cubos y palanganas, como se hacía en las casas allá por los sesenta.
Ha caído asimismo una noche de viento una de las persianas que cuelgan en la parte exterior de las ventanas de la cocina y he tenido que dar explicaciones a un par de vecinas. Casi seguro que por muy poco no he tenido que dárselas a la familia de algún gato de los cientos que deambulan indolentemente por los tejados del restaurante de aquí abajo.
Finalmente, ha ocurrido algo que es como para contarlo y no creérselo, algo que me parece, más que una advertencia, una amenaza o un intento de agresión. Ha sucedido mientras comía a mediodía, iluminado por la lámpara del techo, a la que, por supuesto, le continúa faltando una bombilla.
El cuarto de baño, de azulejos negros con un remate a media altura, tiene en la pared del fondo una enorme ventana que está sujeta al marco de madera mediante unas cadenitas y un pasador a cada lado. Ese ventanal da al patio interior del edificio -estrecho como una garganta, por donde bajan los tubos del desagüe- y nunca se ha abierto. Precisar que queda justo encima del retrete pudiera ser un detalle poco elegante, si no fuera porque así se comprende mucho mejor el susto que me dio a los postres el estruendo que vino repentinamente del cuarto de baño.
Me quedé quieto, con las mandíbulas paralizadas en un bocado, y me fui acercando con muchísima precaución al lugar de donde procedía el ruido, como si sospechase que alguna vecina se hubiese tirado por el patio. De manera prodigiosa, el ventanal que nadie abrió durante años y años había caído, con toda la pesada pieza de cristal, a golpear en el retrete y hacerse mil pedazos que estaban esparcidos hasta en algunas paredes. Por culpa de uno o algunos de los pedazos de cristal el espejo del lavabo había pasado a mejor vida, organizando también su festival particular de baratijas por todas partes.
De haber estado en ese momento en el retrete, allí habría acabado todo, desde luego.
Pudiera haber sido uno de esos accidentes domésticos que aparecen en un rincón de las secciones de sucesos. Pero yo sé que es algo más.

2 comentarios:

  1. Nada desechas cuando escribes, amigo Miguel: incuestionable y contundente literato, escritor y poeta. Tremendamente realista y, a veces, sentimental.

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  2. Pavese: extraordinario y redentor. Incapaz de matar, pero no de matarse.

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