Han
venido y se han ido los pintores. Aprovechando la circunstancia, me dedico
durante algunos días a limpiar y ordenar nuevamente los libros que he ido
amontonando en un cuarto vecino. Intento, como siempre, diversos criterios de
clasificación antes de colocarlos en los estantes. Se me ocurre una primera
aproximación por géneros literarios. Como el trabajo de limpieza es tedioso, me
divierto comprobando qué libros han ido recogiendo más polvo, un polvo oscuro
que, más que ennoblecerlos, los degrada: es como si con el paso del tiempo el
interior de cada uno hubiese ido ascendiendo y flotando sobre las páginas
impresas el contenido espiritual, el alma vaga y escurridiza que tuvieran allá,
al fondo, aletargada. Los hay (compruebo que, en general, sucede a menudo esto
con las novelas) que han ido destilando una suciedad amarillenta y un poco
pegajosa, casi hepática, que en algunos casos se ha concentrado formando
manchas y aun círculos semejantes a moratones. La novela hispanoamericana
parece haber sido afectada –alguna obra de Juan Carlos Onetti se ha salvado- de
esta lacra repugnante. Me resulta asimismo simpático ver que los novelistas
españoles más jóvenes pronto, por estar más expuestos a la intemperie, se han cubierto de polvo. Es un
polvo rubio, reciente, cortito como el vello púbico que crece en los
adolescentes. Mi decisión sobre ellos es que, mientras que a los
hispanoamericanos los protejo para que no se deterioren más, a los jóvenes los
sigo dejando expuestos en los estantes más desprotegidos, cerca de la ventana,
para comprobar dentro de unos meses hasta qué punto habrán envejecido y se
habrán estropeado.
Como me sucede con Galdós, novelista
al que, por otra parte, estimo dentro de unos límites muy precisos) hay
escritores que, independientemente de mis gustos, acabo –y lo lamento-
dispensándoles una cierta manía. Los sitúo en su generación (criterio elegido a
continuación del genérico, aunque no estoy seguro de que sea un acierto), pero
al pasar de una generación a otra, después de haberlos apretado todos contra los estantes, me
tropiezo de pronto con alguna obra olvidada de esos autores (casi siempre los
más jóvenes) y debo regresar y desmontar el estante, que ya estaba acabado,
para incluir con calzador la nueva obra. Así me ocurre una y otra vez, de
manera que al fin comienzo a insultar al autor que me está entorpeciendo la
ordenación e incluso, cuando después de que he dado por buena la clasificación
de cinco o seis estantes, me aparece uno nuevo de aquel mismo autor, me prometo
no volver a leer nada de él y, por supuesto, no comprar ni un solo libro más.
El polvo que afecta, sin embargo, a
los libros de poesía es otra cosa. Como en el caso de algún novelista (Azorín,
Gabriel Miró), en los libros de poesía parece que el polvo se ha ido adentrando
lentamente (o quizá ha ido exudando del fondo de las propias palabras y
metáforas), buscando un lugar de reposo en el que amansarse para esperar a que
alguien lo remueva. Da la impresión de que es un polvo que está ahí desde
siglos, casi eterno. No es eso que los poetas llaman una pátina de polvo, más
conveniente al profundo sueño de las novelas de acción, es un polvo hecho lenguaje,
transformado en orilla de sentimientos y emociones. Es un polvo seco,
silencioso, un poco antipático. A excepción, por supuesto, del que abunda,
hasta desbordarlas, en las antologías, curioso subgénero literario de cuyos
volúmenes, al abrirlos y probablemente por la solidificación de las pastas,
sale siempre una especie de ruiditos y crepitar que me confunde y me hace
sacudirlas, como si algo de una arenilla blanquecina se hubiese depositado en
su interior.
Relacionado con el polvo y, en
general, con la exposición a la intemperie, está lo que yo llamaría "la condena
de los últimos círculos". La parte superior de cada estantería queda al aire, de
manera que los libros que ocupen aquella fila son los más directamente
expuestos a las suciedades y el deterioro. El pelotón de libros de los últimos
círculos no lo forman, desde luego, obras dispuestas al azar (no hay nada
dejado al azar en esta biblioteca), sino que lo van engrosando aquellos autores
que con el tiempo han ido perdiendo mi favor. Me resulta muy grato infligir
estos pequeños castigos de cuando en cuando, como si fuese un dios menor, o
dedicarme simplemente al insidioso juego de situar uno junto a otro a dos
libros que, con seguridad, se darán la espalda y no hablarán hasta que los
vuelva a cambiar de posición: Galdós con Valle-Inclán, Baroja con Proust,
Gloria Fuertes con Pere Gimferrer, Leopoldo María Panero con su hermano Juan
Luis. Y si algún novísimo se pone pesado, lo mando una temporada con los libros
extranjeros.
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