miércoles, 18 de junio de 2014

Maldades





        

        Han venido y se han ido los pintores. Aprovechando la circunstancia, me dedico durante algunos días a limpiar y ordenar nuevamente los libros que he ido amontonando en un cuarto vecino. Intento, como siempre, diversos criterios de clasificación antes de colocarlos en los estantes. Se me ocurre una primera aproximación por géneros literarios. Como el trabajo de limpieza es tedioso, me divierto comprobando qué libros han ido recogiendo más polvo, un polvo oscuro que, más que ennoblecerlos, los degrada: es como si con el paso del tiempo el interior de cada uno hubiese ido ascendiendo y flotando sobre las páginas impresas el contenido espiritual, el alma vaga y escurridiza que tuvieran allá, al fondo, aletargada. Los hay (compruebo que, en general, sucede a menudo esto con las novelas) que han ido destilando una suciedad amarillenta y un poco pegajosa, casi hepática, que en algunos casos se ha concentrado formando manchas y aun círculos semejantes a moratones. La novela hispanoamericana parece haber sido afectada –alguna obra de Juan Carlos Onetti se ha salvado- de esta lacra repugnante. Me resulta asimismo simpático ver que los novelistas españoles más jóvenes pronto, por estar más expuestos a la intemperie,  se han cubierto de polvo. Es un polvo rubio, reciente, cortito como el vello púbico que crece en los adolescentes. Mi decisión sobre ellos es que, mientras que a los hispanoamericanos los protejo para que no se deterioren más, a los jóvenes los sigo dejando expuestos en los estantes más desprotegidos, cerca de la ventana, para comprobar dentro de unos meses hasta qué punto habrán envejecido y se habrán estropeado.
             Como me sucede con Galdós, novelista al que, por otra parte, estimo dentro de unos límites muy precisos) hay escritores que, independientemente de mis gustos, acabo –y lo lamento- dispensándoles una cierta manía. Los sitúo en su generación (criterio elegido a continuación del genérico, aunque no estoy seguro de que sea un acierto), pero al pasar de una generación a otra, después de haberlos apretado todos contra los estantes, me tropiezo de pronto con alguna obra olvidada de esos autores (casi siempre los más jóvenes) y debo regresar y desmontar el estante, que ya estaba acabado, para incluir con calzador la nueva obra. Así me ocurre una y otra vez, de manera que al fin comienzo a insultar al autor que me está entorpeciendo la ordenación e incluso, cuando después de que he dado por buena la clasificación de cinco o seis estantes, me aparece uno nuevo de aquel mismo autor, me prometo no volver a leer nada de él y, por supuesto, no comprar ni un solo libro más.
             El polvo que afecta, sin embargo, a los libros de poesía es otra cosa. Como en el caso de algún novelista (Azorín, Gabriel Miró), en los libros de poesía parece que el polvo se ha ido adentrando lentamente (o quizá ha ido exudando del fondo de las propias palabras y metáforas), buscando un lugar de reposo en el que amansarse para esperar a que alguien lo remueva. Da la impresión de que es un polvo que está ahí desde siglos, casi eterno. No es eso que los poetas llaman una pátina de polvo, más conveniente al profundo sueño de las novelas de acción, es un polvo hecho lenguaje, transformado en orilla de sentimientos y emociones. Es un polvo seco, silencioso, un poco antipático. A excepción, por supuesto, del que abunda, hasta desbordarlas, en las antologías, curioso subgénero literario de cuyos volúmenes, al abrirlos y probablemente por la solidificación de las pastas, sale siempre una especie de ruiditos y crepitar que me confunde y me hace sacudirlas, como si algo de una arenilla blanquecina se hubiese depositado en su interior.
             Relacionado con el polvo y, en general, con la exposición a la intemperie, está lo que yo llamaría "la condena de los últimos círculos". La parte superior de cada estantería queda al aire, de manera que los libros que ocupen aquella fila son los más directamente expuestos a las suciedades y el deterioro. El pelotón de libros de los últimos círculos no lo forman, desde luego, obras dispuestas al azar (no hay nada dejado al azar en esta biblioteca), sino que lo van engrosando aquellos autores que con el tiempo han ido perdiendo mi favor. Me resulta muy grato infligir estos pequeños castigos de cuando en cuando, como si fuese un dios menor, o dedicarme simplemente al insidioso juego de situar uno junto a otro a dos libros que, con seguridad, se darán la espalda y no hablarán hasta que los vuelva a cambiar de posición: Galdós con Valle-Inclán, Baroja con Proust, Gloria Fuertes con Pere Gimferrer, Leopoldo María Panero con su hermano Juan Luis. Y si algún novísimo se pone pesado, lo mando una temporada con los libros extranjeros.



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