Aquí
en lo alto, contra el fondo de estas montañas, ¡qué difícil es pararse un
momento a pensar! El pensamiento es como esa mosca que zumba entre los huecos
del sueño tórrido de la siesta, sudor sobre sudor resbalando en la piel. El
silencio, que yo mismo buscaba inicialmente, acaba por resultarme algo seco,
sin modulaciones, sin curvas ni fisuras; no me refiero al silencio que, con su
monótono aserrar descubren las cigarras o algún pájaro enloquecido que borbotea
de pronto entre las hojas del níspero. Percibo un silencio de roca amarillenta,
recalentada por siglos de ir bebiendo de este goteo de sol que pretende
erosionarlo todo. Exactamente eso: un silencio secular, sobrehumano.
Ayer seguí
el curso del barranco. Lo quise remontar para llegar hasta lo que de niños
llamábamos "Manantial" o también "Nacimiento". Como nadie
se ha ocupado de limpiar los montes y caminos, comprobé lo complicado que es
reconocer las viejas sendas y me perdí constantemente. No tuve más posibilidad
que ir bajando y subiendo mientras avanzaba para conseguir ganar un poco de
perspectiva.
Atravesaba como entonces antiguos bancales de
limoneros sin cultivar, secos hoy la mayoría de ellos, donde vi que habían crecido toda
clase de hierbas y arbustos, enredaderas y zarzales de los que salía siempre
lleno de arañazos. Las culebras y las enormes ratas tenían en estos lugares –y
continúan teniendo- sus celebraciones íntimas. Una de estas últimas cruzó por
delante de mí y se subió a la rama más baja de una higuera. Se me quedó
mirando con toda confianza, como si me estuviese pidiendo cuentas o tuviese
alguna amistad secreta conmigo.
A medida
que avanzaba por el camino, también iba levantando pájaros, gorriones en este
caso, aunque de tarde en tarde escuchaba un mirlo buscando compañía. En las
rocas que bajan al barranco me detenía, porque desde allí se domina un amplio
paisaje que arranca a la izquierda y llega hasta la cantera abandonada en el
extremo contrario.
El monte
que tenía delante, desnudo de pinos como consecuencia de algunos incendios,
estaba prácticamente en sombra. Entre las aliagas que habían crecido por todas
partes se veía la calva de grandes losas de piedra arenisca, como viejas damas
extranjeras que estuvieran tumbadas de cara al cielo, rojizas y ensimismadas.
No hay nada parecido a esta soledad positiva de estar alejado de cualquier
contacto humano. Podría haber gritado como un loco y nadie me hubiese oído.
Caminaba por senderos de cabra, me metía entre las cañas, me paraba debajo de
un algarrobo y notaba en la boca el sabor dulzón y áspero de una algarroba
partida que me recordaba enseguida a la infancia; olía la sombra que se iba haciendo más
presente en los bancales y llegaba a lo alto de unos álamos secos. Levantaba la
cabeza y notaba la respiración del suelo, el pensamiento milenario de los
olivos cuando, por efecto de la poca brisa que venía a ratos, sus hojas
reflejaban la última luz de la tarde. Era como si aquellos lugares secretos,
visibles solamente para mí, más que objetos de contemplación, pudiesen, después
de tantos años, reconocerme caminando entre ellos. Percibía que me agradecían
la vida que les daba, sacándolos de su anonimato de objetos sin pasado ni
memoria. Yo –que tengo visitados estos parajes cientos de veces- era entonces
su pasado, su única posibilidad de existencia real. Comprendía perfectamente su
angustia de seres sin alma. Pero a veces me molestaba demasiado su avidez, me agobiaba su
deseo infantil de que no me apartase de ellos.
A ratos
recuperaba, bajo los matorrales de lentisco y enredaderas, algún pedazo de
camino que había quedado enterrado en el tiempo. Finalmente, un depósito al
lado de unos almendros me condujo hasta el Nacimiento y comprobé la información
que alguien me había dado en el caserío: no había agua por ningún sitio. O
mejor dicho: el agua que hace años corría, muy transparente y fresca, por las
estrechas acequias del monte, la habían conducido mediante tubos de plástico.
Cada verano
que regreso a esta casa, de pie, en lo alto de la escalera, con las piernas
abiertas y los brazos en jarra, miro a lo lejos, como si fuera un gran
propietario de nada, y veo la suave
bruma bajo la cual se perfilan apenas las manchas de los montes. Aspiro ese
vientecillo que sube del mar y que frente a mí mueve la languidez de los sauces
del parque. Desde algún rincón interior, oscuro como el fondo de una cueva,
reconozco el lugar, dibujo con los ojos, intensamente, el color gris de las peñas de las montañas,
las omnipresentes ruinas del castillo allá arriba, la pequeña ermita que fue derribada por algún enajenado, el sendero que pasa a mis
pies y concluye en la antigua fonda, las tapias blancas del cementerio que no existe. Percibo en esta postura mi cuerpo en toda
su plenitud, asentado sobre la tierra que piso, como si yo estuviese en el
centro del Universo.
Sin
embargo, también sucede como si a la vez ese mismo centro del Universo se
desplazase de acuerdo con su propio ritmo, como si estuviese bajando una
escalera y me faltara tierra bajo los pies, aire. La anterior sensación de
propiedad tiene, de pronto, un sentido inverso.
De lo único
que puedo estar seguro en estos momentos es de que todo lo que me rodea está
pendiente de mí, como si aguardase a que yo pudiera formar parte de él –de
ELLO– definitivamente. Desaparezco evitando la compostura de los limoneros, sus
botones amarillos a punto de caer al suelo.
Tan familiar me resulta el paisaje que describes, que creo haber estado en él. Me haces evocar paseos solitarios. Y qué poético ese limonero derramándose en el suelo. Besos
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