martes, 9 de septiembre de 2014

LA ROMERÍA. CUADRO DE COSTUMBRES, IV




    El primer lugar que dejaba atrás la romería era, adosado a la ermita y rodeado de tapias pintadas de cal, el antiguo cementerio cristiano. Este cementerio estaba ya abandonado y crecían en su interior, por todas partes, la maleza y la desidia. Las lápidas se mezclaban con zarzas y enredaderas; algunas de las tibias y cráneos sueltos, que se habían salvado de sucesivos expolios, asomaban a veces con curiosidad entre las hierbas por conocer lo que ocurría en el exterior. Pensando en el destino de sus vecinos moriscos, sembrados sus restos por todas partes, se llegaba fácilmente a la confirmación del poder igualatorio de la muerte.
    Superado este primer paso, la comitiva alcanzaba una casa, cuyas puertas y ventanas se encontraban invariablemente cerradas. Su propietario  había muerto años atrás, por lo que en el edificio se presentaban ya algunas muestras de ruina, unas cuantas tejas fuera de su sitio y un par de contraventanas de madera arrancadas de sus jambas y herrajes.
    El vecino que vivía en esa casa había sido persona muy singular. Se trataba de alguien bastante mayor, un viudo que pasaba con una pequeña pensión de ferroviario y lo que le sacaba al huerto y a unos animales que tenía en una especie de cobertizo y sueltos por la casa. A pesar de su edad, aún se daba buenas trazas para trepar montaña arriba. Se dedicaba a la caza furtiva y conocía los mejores escondites para abatir todo lo que se le pusiera a tiro. Eran sus víctimas perdices, conejos, pájaros que cogía con liga en los manantiales, algún palomo que mataba para pasar el rato, y hasta, según cuentan, un jabalí que mató en un barranco.
    Como todo cazador, este hombre tenía sus dos perros; el favorito era un perdiguero de Burgos, que le habían dado de una camada a cambio de unos trabajos de albañilería realizados en un pueblo. A este perro lo cuidaba y lo mimaba más que a su mujer, cuyos últimos años de vida los había pasado postrada en una cama por culpa de una rotura de cadera.
    Sucede entre amos y perros, lo que es también característica de las parejas en los matrimonios antiguos: poco a poco los años vividos en común remodelan la fisiología de cada uno hasta alcanzar una gran semejanza entre ellos. Así se explica que este hombre poseyera un perfil alargado y enjuto, un par de buenas orejas y una mirada nerviosa de desconfianza, con la que iba siempre olfateando el aire, como si estuviese reñido con el mundo.
    Este carácter violento se hablaba con poca gente, iba a su aire y despreciaba las amistosas advertencias de la guardia civil, que, aunque sabía de sus andanzas, hacía la vista gorda para no buscarse problemas. Era muy conocido en toda la comarca por su agresividad e incluso se decía si había estado en la cárcel por una pelea en la que dejó al otro tuerto de un golpe con un bastón.
    Frecuentemente estas personas aisladas muestran comportamientos y contradicciones en su naturaleza que llaman la atención de los médicos especialistas. También a este cazador furtivo se le podría aplicar el cuento. Su conocido temperamento agrio tenía su equilibrio en la que era su segunda vocación: la profunda amistad que, a lo largo de muchos años, había dedicado a la figura de San Roque. No había nadie en todo el caserío que demostrara mayor apego hacia el santo de Montpellier. Aunque era público su anticlericalismo, el cura le tenía entregadas una copia de las llaves de la ermita y se encargaba de echarle un vistazo y de barrerla de cuando en cuando. En las fiestas del patrón era el primero en levantarse; sacaba el mulo de la cuadra y llenaba las alforjas hasta arriba con toda clase de flores que recogía del terreno y con todo tipo de hierbas olorosas. Combinando unas con otras formaba coronas y guirnaldas que adornaban la placita y las bóvedas y altares de la capilla.
    Desgraciadamente, el afecto entre el santo y el cazador furtivo se quebró para siempre por culpa de un malentendido. Sería por marzo. De regreso de un paseo por esos caminos, al saltar el perdiguero de una peña a otra, rodó monte abajo y se quedó muy malherido. El dueño cargó al perro, que llegaba al caserío cantando ya las diez de últimas. Tres días con sus tres noches le costó a la muerte llevárselo, en los cuales no hubo minuto en que el anciano no hiciese viaje de ida y vuelta desde el lecho del dolor hasta la puerta de la ermita. Allí, arrodillado y asomándose al interior, se daba golpes continuos en la cabeza, pidiéndole al santo que le salvase la vida al animal. Bien porque aquél fuera duro de oído, bien porque estuviese rumiando otros asuntos personales, no hubo caso. El perdiguero se fue, sin apenas quejarse, a buscar a su familia perdiguera en el cielo de los chuchos, quizá con el sueño de ser también él algún día perro de santo.
    Sin embargo, este descuido del patrono, achacable sobre todo a su avanzada edad, fue interpretado como un desaire por quien había sido toda la vida para él como una madrecita. No hubo arreglo posible y rompieron las amistades para siempre. De ahí que, el mismo año en que sucedió esto, toda la feligresía se quedara sorprendida al contemplar el estado desangelado en que estaba la plaza y el interior de la ermita, cuyos accesos permanecían cerrados a cal y canto. No hubo nadie que no comentara esta circunstancia, ni nadie que no mirase inmediatamente hacia la casa del viejo cazador. Pero esta casa, que casi presentaba el aspecto actual, estaba cerrada a cal y canto y no se oía siquiera el cacareo de una triste gallina.
    Se remedió como se pudo el desacato para que el lugar estuviese presentable a la hora de la procesión cívica. No había de cumplirse, sin embargo, el deseo de las autoridades y vecinos, y lo que sucedió ha pasado a formar parte de las leyendas de este lugar.


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