El del santo patrón era para los niños uno de los días más esperados. Desde muy pronto el caserío se preparaba para la celebración; se colgaban de los balcones de algunas terrazas colchas de cama y banderas regionales; muy poco a poco iban llegando aquí arriba devotos de la festividad o simplemente curiosos y caminantes que habían oído hablar de ella. En la calle principal un vecino se encargaba tradicionalmente de llenar el suelo con ramas de lentisco, que, con el calor y al paso de las gentes, iba soltando un perfume muy característico de estas tierras.
Aún no serían las nueve,
cuando llegaban los puestos de juguetes y la señora con sus montoncitos de
mazorcas de maíz, bien amarillo, para asar. Uno se quedaba mirando cómo las
brasas requemaban el maíz. Cuando la señora consideraba que estaba
suficientemente tostado, lo depositaba sobre el lecho de unas hojas con sal. Dado su precio excesivo, estas mazorcas se
compartían y se iban pasando, para que cada uno dejase allí clavada su
dentadura y hasta parte de su nariz. Al propietario le asistía, desde luego, el
derecho del último bocado y el lametón de la sal restante, como si fuera un
caballo. Después la gracia consistía en enseñarse unos a otros los dientes, con
sus restos quemados de maíz, me imagino que por competir en fealdad.
También el puesto de juguetes
tenía gran éxito. Subía un matrimonio con su hija, de unos quince o dieciséis
años, una chica gruesa como su madre pero muy coqueta, que se aburría y pasaba
la mañana toqueteándolo todo. La afición de los niños, en general, mostraba dos
tendencias: las corazas y cascos romanos, con su plumero rojo y resto de
complementos, o bien el correaje con pistola y sombrero de cow boy. El juguete
estrella, el que gustaba a los dos bandos, era la pistola de agua. Ésta se
presentaba en dos modelos únicos, pero ambos realizados con un plástico muy
duro que había que apretar hasta quebrarse los dedos. Total, para que saliera
un chorrito ridículo.
Los juguetes eran los únicos que íbamos a ver hasta Navidad y, aunque
parecieran otros, siempre eran los mismos todos los años.
A media mañana subía la banda
de música, todavía sin organizar y en grupos sueltos. Cada instrumentista
tocaba a su aire, según le apetecía, para probar el instrumento o simplemente
para pasar el rato. Se gastaban bromas entre ellos y hacían como que
conversaban, lanzándose unos a otros notas discordantes o algún fragmento de
una tonada popular. En contraste con el grupo, destacaba un señor bajito, bien
provisto de bigote y gafas, muy elegante con su traje y su corbata. Llevaba una
tuba y no se hablaba con nadie; parecía que no fuese del coro y que lo de subir
todo el camino con la tuba a cuestas tuviera que ver más con una promesa que
con una verdadera afición musical. Cuando todos los demás habían llegado a la
plaza y buscaban una sombra donde descansar, yo lo veía prolongar aún más aquel
via crucis. Sin abandonar ni un sólo instante el objeto de su penitencia, subía
por la empinada cuesta del lavadero y no paraba hasta llegar a la fuente. Allí
se refrescaba y el pañuelo de bolsillo, que le servía para secarse la cara y
los cuatro pelos, se lo pasaba a su tuba después. Lo hacía con tanta devoción
que en lugar de a la tuba se diría que cepillaba un elegante caballo zaíno.
Un poco antes de la hora de
comer, llegaba a la fuente una señora cargada con dos bolsas, de las que salían
algunas fiambreras y refrescos. Al acabar, se iban los dos a juntarse con el
resto, como si la señora le obligase a ser algo más sociable. Recuerdo que el
hombre cojeaba bastante de una pierna y para equilibrar el peso del conjunto se
cargaba la tuba del otro lado. Ello pudiera ser el auténtico motivo de su
marginación. Quizá no hubiera podido superar una cierta vergüenza por la figura
que componían su tuba y él detrás, dándole aire, subiendo y bajando por culpa
de la cojera. Aquello de que el hombre estaba cumpliendo alguna antigua penitencia,
lo escuché de alguien que lo diría bromeando. Cuando pude entender qué
significaba la palabra penitencia, pensé, a mi manera, que por la penitencia
que hacía, aquella persona habría realizado una maldad muy grande.
En muchas personas de entonces
había dejado su huella la poliomielitis.
Se comprenderá que después de
casi dos meses de no ver a nadie, la afluencia de caras desconocidas moviéndose
entre las casas provocaba en los más pequeños un estado de excitación especial.
Por una parte -y de golpe- se habían desquiciado todas las rutinas, que ya
empezaban a ser motivo de más de un aburrimiento; por otra parte, porque entre
aquel inestable bosque de personas, se complicaban las persecuciones y uno
podía gritar sin que lo descubriesen.
También era tradición que
grupos de madres hubieran asentado desde antiguo – yo no sé si desde la época
de Sacamantecas - la costumbre de salir en busca de sus hijos a la hora de las
comidas. En esencia era siempre el mismo pelotón, con alguna variante anual, el
que salía al camino con el solazo encima y secándose aún en los delantales.
Todos los años decían lo mismo y chillaban de la misma manera y con idénticos
gestos y palabras, que se iban dando saltos de cabra por aquellas peñas. En
realidad, daba la impresión de que habían aceptado el papel de figurantas que
se les había concedido en aquella obra, las manos formando bocina y la frase
prolongada y solemne, como en un corifeo griego. Ahora bien, aunque pusieran
cara de enfado y amenazaran con castigos, en el fondo también estaban felices
de cumplir con su guioncito, que, dicho sea de paso, hacían estupendamente. En
su homenaje diremos que el día del santo no hubiera sido lo mismo sin su
colaboración.
No era preciso que a nadie se
le advirtiese de que había llegado la hora de las comidas. Entre el vientecillo
general del día, sano para asmáticos y fumadores empedernidos, pasaba al asalto
sin piedad un pegajoso vapor de pollo frito y arroces en ebullición,
violentamente sustituido por una tormenta de olor a carne y embutido asados a
la brasa. Estos olores, según la dirección que llevase el viento ese día,
inundaban toda la comarca con su nubecilla azul, abriéndose paso entre trochas
y barrancos. Esta era la comida que se preparaban los músicos. Como eran
músicos (gente dada a la bohemia y a hacer las cosas a destiempo, según es
sabido) comían tan tarde que aquellas fragancias venían a acompañar siempre la
hora de la siesta en todo el caserío. Había tanto silencio entonces que hasta
las mismas cigarras se callaban para escuchar atentamente el roer de los
últimos huesecillos en la boca de los miembros de la banda.
No sé si imaginar qué efecto
producirían todas estas comilonas, de donde eran reinas la morcilla y la
panceta, sobre los viejos restos humanos esparcidos en lo que fuera cementerio
árabe, mirando a la Meca. Cada dieciséis de agosto los fragmentados esqueletos
se removerían en sus cuevas oscuras y murmurarían sobre esos bárbaros que,
además de expulsar a sus hijos de estas tierras, los torturaban siglos después
de muertos. Alguno habría en aquellas humedades, con más genio que los demás,
que se encomendaría al profeta Mahoma por ver de convocar en todo el valle una
nueva guerra santa.
También es muy posible que, año tras año, llegado ese
momento, se cruzarían miradas de complicidad unos con otros, sobre todo los más
viejos, como diciéndose que todos los veranos aquel individuo tenía que dar la
nota. Seguro que se había muerto joven y de alguna enfermedad nerviosa. Después
de lo cual, se darían las espaldas entre sí, como matrimonios que comparten el
lecho, y agarrándose aún a sus últimos recuerdos, cada cual haría oídos sordos
a las fiestas e intentaría coger todavía el sueño eterno.
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