A mitad de mes han
empezado a caer las primeras tormentas. Me quedo más tiempo en casa porque la
lluvia es un espectáculo que prefiero observar en la intimidad. La luz de las
tardes se acorta inesperadamente y los rincones se quedan en sombra, una sombra
meliflua y descarnada que invita al ocio y la contemplación.
Hago lo
posible por evitar cruzarme con algún vecino y lo logro. Por una parte, no
sabría si quien sube es vecino o simple transeúnte, porque me imagino que la
mayor parte, si no todos, de los que conocía, simplemente se habrán muerto o
vivirán con sus hijos e hijas o se habrán cambiado de domicilio; por otra
parte, a los actuales vecinos les sucederá lo mismo que a mí o quizá, más
precisamente, creerán que soy yo el transeúnte o un nuevo alquilado o
realquilado. Esta posibilidad me resulta especialmente humillante, el ser
considerado un menesteroso transeúnte, cuando, en verdad, debido a que yo
estuve aquí primero y mucho antes que nadie, tengo que ser considerado, es
decir, reconocido, como uno de los padres fundadores, al menos si se tiene en
cuenta un periodo amplio de tiempo, no, desde luego, desde el momento concreto
de la cimentación del edificio.
Como
todas estas circunstancias me inquietan bastante, antes de salir paso unos
minutos escuchando detrás de la puerta de la casa, aguardando el momento en que
el silencio en la escalera sea completo, lo cual requiere que no suba ni baje
nadie (no entiendo cómo pueden subir o bajar por una escalera tan estrecha y
poco iluminada) o que, por supuesto, el ascensor no funcione. De hecho creo que
no he coincidido con nadie en todo este mes que llevo aquí y aunque escucho
subir y bajar el ascensor muchas veces, se diría que el edificio entero está
abandonado.
Esta aprensión mía seguramente es responsable
en parte de que no salga muchas veces a la calle. Pero si hace unas semanas, me
sentía un pequeño explorador de lugares conocidos, actualmente empiezo a pensar
que, al contrario, es esta casa la que se va apropiando de mí, como se ha
apropiado de mis padres y de todo lo que ha pasado por estas habitaciones.
Incluso tengo la certeza de que no sólo desea apropiarse de esa parte de mí que
ha crecido sin ella, sino que pretende asimismo adueñarse de la parte de mí que
creció hasta llegar a ella, de la cual aún se guarda, como de
una antigua escenografía hecha pedazos, toda una serie de objetos sin brillo y
con cuyas piezas, sin que esté yo para ordenarlas, es muy difícil hacerse una
idea del conjunto.
En el trastero empiezo
en días sucesivos a deshacerme –por estricta justicia genealógica- de discos de
zarzuela, albaranes, libretas de contabilidad donde se apuntaban
minuciosamente, con una caligrafía barroca de la que mi padre estaba
orgullosísimo, las cuentas de una empresa de limpieza o de una fábrica de
lámparas.
Recuerdo haber visto
antes estos libros y recuerdo haber visto a mi padre escribiendo en ellos, y lo
recuerdo porque era algo que practicaba con sumo detenimiento y entera
satisfacción. Sentado a la mesa del comedor, contemplaba el papel un rato, como
midiendo la distancia entre los dos y cogiendo la perspectiva apropiada; a
continuación se diría que le quitaba el polvo con el dorso de la mano izquierda
o bien que con ese gesto intentaba apartar, sacudiéndolos del papel, los
impedimentos que se interponían entre sus ideas y dicho papel. Cuando lo había
barrido lo suficiente, entraba en juego la mano derecha, conduciendo la pluma
al combate. Ambos, pluma y mano, comenzaban un curioso descenso con movimiento
giratorio en espiral –quizá intentando visualizar lo aún no escrito- hasta que
se posaban al fin en la superficie para dibujar, más que escribir, la primera
letra de una palabra. Esta misma letra por lo visto hacía de capitana de las
demás, de manera que, una vez concebida, facilitaba el paso a las que formaban
el resto de la palabra, que se deslizaba resbalando con toda solvencia. Lo
lamento, pero todo esto tan artístico ha ido a las bolsas grises de basura. Es
ley severa.
Con los libros de
contabilidad se han ido columnas y columnas de números y una especie de rezo
que concluía con el clásico me llevo una (¿o era, simplemente, una?).
Después le ha llegado el turno a los volúmenes de Matemáticas, Comercio y
derivados, que han salido volando a su alrededor sin la más mínima vacilación
ni otro límite que la pared que tiene a sus espaldas. Ha sido sencilla la purga
de estos volúmenes desde que he descubierto que todos estaban forrados con el
mismo tipo de plástico adhesivo de color azul. Me he quedado, sin embargo, como
curiosidad histórica, con los diversos carnés de Falange (y de las J.O.N.S.)
que estaban enterrados en carpetas y billeteros, mezclados con estampas de
diversas vírgenes. También estaba por ahí naufragando la imagen de un beato,
calvo y de aspecto funcionarial, que me ha sabido mal destruir, por si desde el
Cielo me tomaba la filiación y me apuntaba en la columna del debe y el haber.
En el estante más alto, al final de la
escalera, dentro de dos cajas, he encontrado multitud de cosas que fueron mías.
Las he clasificado en diversos apartados:
Viejos
boletines de notas, con sus apuntes de gastos escolares (una libreta, dos
lápices, un cuaderno de multiplicaciones). Decido conservarlos.
La
cartilla del ejército, una insignia de infantería, unos galones de cabo, tres
balas de fogueo y unas fotos vestido de militar. Irán a la basura.
Una
reproducción (un poster) de una
fotografía de David Hamilton, muy de moda en los setenta españoles. La
reproducción es enorme, casi ocupaba toda una pared de mi antiguo dormitorio y no era vista con muy
buenos ojos por el resto de la familia y alguna tía visitante.
Un
poema amoroso y ridículo escrito en el reverso de una vieja factura de agua.
Una
pipa muy usada y una caja vacía de tabaco.
Un
feroz manifiesto literario.
Unas
fotos en los jardines del palacio de Versalles. Aparecen personas de dos en dos
o formando grupos, pero no reconozco a nadie.
Dos
pétalos secos de rosa en un sobre blanco.
Unos
apuntes universitarios.
Pequeños
objetos dispersos cuya procedencia no recuerdo: una cajetilla vacía de
cigarrillos, una vieja tarjeta de visita y una invitación para una fiesta de
Fin de Año, el resto de un llavero, una reproducción en blanco y negro del Castello di Donnafugata, un pañuelo
doblado en forma de triángulo perfecto, dos entradas de cine, diversos
fragmentos de un cirio negro, una caja de cerillas con la dirección de un bar y
una insignia de EXPERTO en el uso del yoyó.
Una
paloma moderadamente belicista, distintivo del Partido Socialista Popular.
Un
dudoso estudio académico sobre Dialectología española. Este último contiene
algunos poemas de Gabriel y Galán.
Una
novelita de indios y vaqueros y otra de asuntos espaciales: El planeta perdido, de Félix Coplan.
Una
obra de Alfred Kublin, La parte maldita.
Un
volumen de ¿Qué hacer? de V.I. Lenin.
Otro titulado Los principios elementales
del materialismo histórico, de Marta Harnecker. Otro más, sin tapas, de Residencia en la tierra, publicado por Losada.
Un
viejo carné del Partido. Una foto en el bar de la Facultad de Filosofía y
Letras. La fotografía no es de gran calidad, está hecha deprisa; las figuras
están tomadas por sorpresa. Así se explica que el personaje del primer plano,
vestido de camarero, tenga los ojos cerrados y la mano junto al oído, como si
le faltase algo -un transistor, por ejemplo-, aunque atendiendo a las miradas de
la mayoría, se diría que el fotógrafo, que debe de estar situado a la izquierda
del espectador, les reclama un segundo la atención. También se diría que reclama
la atención de un señor con barbas una chica que lo mira, encantada de la vida.
En general, predomina un ambiente de celebración. Al fondo, apoyado en una
columna, hay alguien que se me parece, con la mano derecha recogida en un puño
a la altura de la cabeza, con un gesto tímido, no se sabe si saludando o
intentando ocultar la cara, quizá es que tiene frío .
A
diferencia de los demás, este gesto no expresa una especial alegría.
La
foto se hizo el 9 de abril de 1977.
No
era preciso que hubiese dado la vuelta para ver la anotación.
Aquellos
días los recuerdo aún con toda claridad.
Para ti, MIGUEL MAS, por excelente escritor y poeta, y porque estoy en deuda contigo, tomo prestada esta frase de Voltaire: "El hombre solo es el más difícil de destruir".
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tus palabras, querido amigo o amiga. Son para mí el mayor estímulo y la mayor responsabilidad y me hacen pensar que cada obra que escribo es un compromiso no sólo conmigo mismo sino con las personas que me leen. La cita de Voltaire, magnífica.
EliminarAdéu Eduardo.
ResponderEliminarEls teus llibres, els teus articles, la teua extensa saviesa, la teua bondat, la teua constant lluita i defensa de les classes més desfavorides, el teu incansable suport a la llibertat dels pobles oprimits i, sobretot, el teu record com un dels "imprescindibles" als que al·ludia Bretch, és el teu millor llegat.
Muere el escritor Eduardo Galeano a los 74 años.
Mi adorada y preciosa América Latina: Ayer lloró tu alma.
Muchas gracias por detenerte a leer mis cosas. Magnífico, Galeano.
EliminarQué bien te retratas en estas notas. Muy curiosos los objetos rescatados del pasado. Un placer leerte. Besos,
ResponderEliminarMuchas gracias, Susana. Veremos qué sigue en el futuro. No sé si contaré todo lo que pasó -y lo que pasó por mi cabeza-o suprimiré o añadiré algo. Es lo que tiene esto de contar recuerdos, que uno nunca sabe dónde se encuentra. Me halaga que me veas reflejado en mis notas.
EliminarCierto, condiscípulo Miguel, con los recuerdos uno casi nunca sabe dónde se encuentra. Lamentable o afortunadamente, la memoria sólo nos permite juzgar el pasado por lo que ahora sabemos. Y algunos habéis conseguido escapar de la mediocridad, por lo que yo recuerdo.
ResponderEliminarMi querido amigo, por lo que dices hemos sido condiscípulos. Gran alegría. Por mi parte, la mediocridad es una cuerda floja sobre la que nos pasamos la vida haciendo equilibrios. O a veces tiene la forma de esa colchoneta, allá abajo, a la que dejarse caer con los ojos cerrados. Como en casi todo, hacerlo o no depende del punto de vista de quien hace los equilibrios. Ella, la muy puñetera, siempre está ahí, con los ojos abiertos. Gracias.
EliminarImpagable verte sucumbir a tentaciones autobiográficas. Realmente impagable.
ResponderEliminarQuerido amigo o amiga, muchas gracias por comentar en este rincón de navegantes. Como seguramente sabes, il naufragar m'è dolce in questo mare.
EliminarDicen algunos que la grandeza literaria sólo la consiguen los descarriados y los enloquecidos. Aunque a mí, que soy como los perros del laboratorio de Pavlov, y que prometo leerte aún después de haberte leído, me da que tu obra perdurará mucho más allá de nosotros mismos. No sé, elucubraciones de persona desconcertada que soy esta tarde.
ResponderEliminarQuerido amigo o amiga, muchísimas gracias por tu amable comentario y por pasarte por esta casa, que es la de todos. Sobre esto que dices de leerme después de haberme leído, es el mayor halago que puede recibir un ¿escritor? Ni yo mismo lo he hecho nunca, ni creo que lo haga en el futuro, pues tengo la manía de que lo ya tengo escrito y publicado deja de interesarme. Intentaré estar a la altura de tus palabras.
EliminarMiguel , yo te leo y te vuelvo a leer y en cada frase , en cada palabra , te re descubro . Un beso
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